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Pesadilla



Había sido una jornada normal como todos los lunes de rutina. Llegué a mi casa, puse ropa a lavar y luego vi una película. Cociné para esa noche y el día siguiente, luego decidí acostarme. Apenas me cubrí con la sábana, cerré mis ojos y calmé mi respiración. Pero lo sentí, esa sensación de guardia que me avisa lo que va a ocurrir. No sé cómo lo hacía, pero siempre antes de pasarme lo presentía — ¿O era mi miedo lo que lo generaba? No lo sé.
Otra vez lo mismo. Ya estaba cansado, desde los doce años que me sucede, y a pesar de tomármelo con más calma sigue atormentándome. Me acostumbré al miedo.
Sentía como si estuviera despierto, pero sabía que era una pesadilla. La misma pesadilla desde hace quince años. Siempre era lo mismo, estaba acostado en mi cama, con la sabana cubriendo mi rostro. Mi cuerpo estaba paralizado, no me podía mover. Sabía que era una pesadilla, porque como todas no sentía frío ni calor. El mismo sueño lúcido que se repite durante toda mi vida. Sabía perfectamente la posición de mi cuerpo, pero cada vez que me movía, simplemente estaba en la misma posición que desde el inicio. Un extraño hormigueo paseaba por todo mi cuerpo, no estaba seguro si sobre mi piel o por debajo. Tenía los ojos cerrados, pero sabía que una sombra de una silueta negra estaba parada frente a los pies de mi cama. Era como ver con los ojos cerrados. Me estiré para quitarme la sabana que me cubría, me incliné hacia la sombra, mis manos iban a donde creía que era su cuello, pero me di cuenta de que seguía acostado; inmóvil, sin ser capaz de moverme.
Me armé de voluntad; por algún motivo movilizarme requería un gran esfuerzo, pero no físico sino mental. De un sacudón volví a quitarme la sabana, sin importar que tuviera los ojos cerrados, veía la sombra a mis pies. Pero otra vez lo mismo. Cada vez que creía moverme nunca lo había hecho. Creo que fueron seis o siete veces que intenté a ahorcar esa imagen negra. Antes rogaba por despertar, pero me cansé de tenerle miedo. Ella me seguía asustando, pero en lugar de pedir “por favor despiértenme” la maldecía con todas las palabras sucias dentro del diccionario de mi mente. Quería hablar, quería gritar, pero cada vez que lo intentaba solo me escuchaba un pequeño balbuceo, como si mi boca fuera anestesiada.
Desperté; me di cuenta, ya que verdaderamente abrí mis ojos. Me quedé recuperándome, porque cada vez que me sucede lo mismo mi cuerpo queda exhausto. No sé si es la presencia de un ser del infierno, o una simple pesadilla. Pero cada vez que sucede sé que es irreal. Aún le temo confieso, pero cada vez menos. Me pregunto si algún día podré golpear a la sombra, aunque sé que no exista, solo para darme ese placer.

Mal encuentro





Tiffany era una chica normal que vivía en el barrio Cordón, Montevideo, Uruguay. Tuvo la suerte de salir de licencia en medio de febrero, y si bien sus ingresos no permitían grandes vacaciones, ir a Buenos Aries a conocer no era algo lejos de su alcance. Abordó un Buquebus en la mañana del jueves, y llegó al mediodía siendo recibida por una prima. El encuentro fue, como se esperaban ambas, una charla de palabras cruzadas, unas tan rápidas como podían expresarlas. Llevaban diez años sin saber nada una de la otra, más que por breves mensajes de WhatsApp. Juntas fueron a la casa de su tía donde pasaron la tarde. En la noche, Tiffany paró a dormir en la casa de quien la recibió, pero apenas en la mañana, ambas ya estaban de pie para aprovechar el tiempo al máximo. Las horas fueron pasando, casi ni se percataron del paso del tiempo por lo emocionadas que estaban, para cuando dieron cuenta que el sol se había puesto. Era viernes, y tenían que disfrutarlo. Volvieron al departamento de la prima de Tiffany para arreglarse, se probaron toda la ropa que tenían, intercambiándose prendas una con la otra hasta dar en la tecla de cómo salir. Después de dos horas de intensa batalla con la moda, partieron rumbo a la zona bailable de la Costanera. Visualizaron distintos lugares desde fuera tratando de escoger el mejor, vieron uno, el cual las personas en la entrada se veían adecuadas a su estilo. Al entrar, los típicos oldies conquistaron sus oídos haciéndolas sentirse cómodas. Llegaron a la barra y entre mojito y mojito, el alcohol fue creando su efecto inhibidor. En dos horas las chicas hacían algo que creían que era bailar, pero era más un conjunto de pasos sin forma, con sonidos a risas ebrias. Entre canción y canción, dos muchachos se fijaron en ellas, a dúo fueron a buitrear ya de acuerdo con respecto a quien atacar. A Tiffany se le acercó un moreno de anchas espaldas, con la mandíbula cuadrada y una camisa abierta de tres botones que permitía ver una cadena de oro. De su prima se encargó el amigo del moreno, un rubio oxigenado al estilo alemán, con la piel tan blanca como muñeca de porcelana. Todo comenzó como lo predecible, entre baile y franeleo, algún trago más otra cosa. La temperatura aumentó entre los cuatro. Tiffany, si bien estaba ebria, sabía que esa no era su ciudad, era la mejor oportunidad de hacer algo de que lo se arrepentiría en el Uruguay. El fuego de la pasión brotó más y más entre Tiffany y el moreno, quien casi ni había consumido alcohol, o al menos no lo suficiente como para derrotarlo. Él con discreción la tomó de la mano para emprender viaje fuera del baile. Al salir, caminaron algunas calles y llegaron a un auto, un modesto Chevrolet Corsa, pero suficiente para lo que acontecería. Entraron en los asientos traseros, y entre besos y caricias fogosas, la acción comenzó, dentro del auto negro de vidrios polarizados y en la calle a oscuras. Tiffany estaba hecha una leona salvaje. Después de la previa de besos furiosos entre ambos se arrebataron partes de sus ropas, ni bien el moreno se abrió el cierre de su vaquero, ella no dudó en saborear el néctar. Comenzó a practicarle sexo oral fervientemente como si estuviera en un video porno, lo miraba a los ojos de a rato, mientras él disfrutaba como ella lo hacía. Cuando ella sintió el momento en que su miembro actuaría, lo retiró para recibir los fluidos en su rostro con una amplia sonrisa. El moreno, a pesar de haber finalizado, seguía con energías, así que la recostó sobre los asientos y la empotró con alma y energía.
A penas supo Tiffany como llegar el sábado en la mañana a lo de su prima. Tocó la puerta cerca de las 9:30, y tras una demora de siete minutos ella finalmente le abrió. Era difícil saber cuál de las dos tenía más ojeras o estaba más devastada. Tras una sonrisa cómplice, no fue necesario darse detalles para entender. Cada una a la cama, y recién a las 15:00 se levantaron, se contaron sus anécdotas, de cómo el moreno empotró a Tiffany y cómo el Alemán atendió a su prima. Sábado a la noche, las vacaciones terminaron, Tiffany partió en el Buquebus con un dolor de cabeza de los dioses, pero satisfecha del cambio de aire. Llegando el Domingo de madrugada, Montevideo, Tiffany tomó un taxi hacia su casa, y así terminaron las vacaciones.
Cuando se levantó en la mañana el dolor de cabeza continuaba, no era raro, ya no tenía 16 años como antes y las borracheras se sienten más a su edad. Limpió su casa y dejó todo pronto para comenzar sus obligaciones el lunes. Pero cuando terminó, fue directo al baño por un malestar que la tomó de sorpresa, estuvo un rato largo con fuertes vómitos. Tiffany fue a dormir después de un antiácido, se prometió no tomar tanto, pero cuando se levantó se percató de la verdad. No era necesariamente el alcohol lo que le pasó factura, tenía una gran alergia en su rostro, desde debajo del ojo derecho hasta el labio superior, jugando como un camino de hormigas, era conjunto de pequeños globos rojos e hinchados que le picaban y al rascarse más ardían, algunos segregaban un líquido extraño. En esas condiciones no iba a trabajar, así que partió en un taxi al hospital. Cuando se bajó del vehículo paró a vomitar en la calle, no sabía si era lo debilitada que la dejó la reseca o los nervios por la alergia, pero de ninguna manera se dejaría ver así ante sus conocidos. Entró a un médico de puerta que la revisó, pero él se apartó de ella, la miró con la seriedad de un juez tras resoplar. Había una mirada fría hacia ella que más nerviosa la ponía.

—Necesito que seas sincera conmigo —pidió atentamente el doctor.

—Sí, claro —contestó aterrada ella, pensando que le echaría culpa por drogas.

— ¿Tuviste relaciones sin cuidarte? —Insinuó él.
Lo blanco del rostro de Tiffany superaba la bata del doctor, sus labios jugaron del mismo color al instante, le había bajado la presión.

—Tranquila —dijo el doctor al posar la mano en su hombro —. Dime qué pasó.
Tiffany contó con detalle sus vacaciones en Buenos Aires, y cuando ella terminó, el doctor dio sentencia.

—Tienes parásitos en el rostro, que seguramente te los contagió la persona con la cual estuviste. Esos casos los reconozco muy bien, porque esos parásitos que tienes en el rostro y seguramente en tu interior, son pequeños gusanos casi imperceptibles a la vista que se encuentran en los cadáveres. Tuviste sexo con un necrófilo. Ahora necesito que hagas la denuncia para quitarte culpas legales, la necrofilia está penada, y vas a tener que demostrar que él te infectó y que no la practicaste.

El plan

Mi nombre es Óscar, y les contaré un poco de mi vida y de lo que me sucedió.

Crecí bajo el techo y la tutela exigente de mi abuela. Mi madre, que fue su hija, madre soltera y alcohólica crónica, no le costó mucho que el cáncer de hígado tocara la puerta de la muerte por su vicio. Mi novia, Caren, creció en una familia de mierda. Literalmente, una familia muy de mierda. Cuando ella tenía 13 años, su hermano mayor solía espiarla mientras se cambiaba. Su madre, adicta al juego, se gastaba lo que el honrado de su padre ganaba a duros esfuerzos. Él si era un buen hombre, pero cuando Caren cumplió 15 años su madre se suicidó, debía dinero a un pueblo, y apareció un amante de malos pasos, dueño de algunos negocios, a quien le había vaciado la cuenta del banco. Así fue como su padre, al igual que mi madre, se ahogó en el alcohol.
Jamás le hizo daño, pero no era capaz de cuidarla, menos de su degenerado, sucio, tarado, e idiota incesto de mierda de su hermano. En ese momento Caren tenía 15 y yo 17, llevábamos 3 años de relación y sabíamos lo que queríamos. Mi abuela jamás me ocasionó problemas, pero no me brindaba amor desde su rol de abuela o como madre. A veces, sentía que yo era una “obligación” bajo su cargo, y no su nieto. Aun así ella se encargó de cuidarme, me tenía siempre el ojo en la mira por si la "herencia" alcoholica de mi madre despertaba. Constantemente le contaba a mi abuela de los planes con mi novia, de conseguir trabajo cuando tuviera la mayoría de edad y formar una familia con ella. Pero, mi abuela sospechaba mucho de Caren, decía que cuando no me necesitara me daría la espalda.
Eso fue un poco de nuestra juventud, quizás un poco cliché. Dos jóvenes con vidas tormentosas, superando los obstáculos de la vida, en la travesía de ser ejemplos para nuestros hijos. Pero las cosas no son como en los cuentos de hadas o películas, las cosas malas le pasan a la gente mala, pero también a la buena. No hay nada que dictamine a quien le pueda pasar qué. En fin, hoy cumplimos 6 años de novios, más 10 de casados. Casi toda nuestra vida de recuerdos fueron juntos, nos conocíamos tan finamente que con gestos podíamos hablarnos. Muchos dirán que es lo más romántico, dulce, hermoso, sublime conexión que unen nuestros lazos hasta el infinito y más allá ida y vuelta con gastos pagos. Pero no, es aburrido, es monótono, una y otra vez comiendo la misma carne con la misma sazón por más feo que suene. Cuando cumplí 21 años y ella 18 nos casamos. No fue un plan romántico con un anillo dentro de su postre en un restaurante de alta cocina. Ni un camino de pétalos de rosas hasta la habitación para escribir con ellos “cásate conmigo”, y no es que sea mi idea por ser un romántico sin admitirlo, lo hizo el idiota y mente vacía de mi mejor amigo, y le dijeron que no.
A mi abuela lo no le gustaba Caren, lo dejaba en claro por su manera cortante y seca en su trato con ella. Aun así, Caren jamás discutió con mi abuela, y mi abuela jamás buscó incomodar a Caren. Simplemente, a mi abuela no le agradaba Caren, y mi novia soportaba eso mientras no hubiera problemas. Dos años después de casarnos, mi abuela sufrió un infarto, ya tenía 85 años y no era evitable la muerte, aunque ella era de fierro. Cuando estaba de visita mientras seguía internada, abrió los ojos buscándome, tomé su mano con delicadeza, pero la quitó, ya que la usó para señalarme.
—Caren un día te va a hacer mierda la vida —dijo con calma, pausada, y entrecortada.
Esas fueron las últimas palabras de mi querida abuela. Sí, mi abuela era una perra de collar fino, pero lo digo en serio, era la persona más desamorada, cruel, insensible, e ingrata que haya conocido. No exagero, solo le faltaba comer comida para perro y caminar en cuatro patas para ser una total perra, porque gruñir ya lo hacía cada vez que una de sus reglas no se cumplía. Y muchos pensarán que cuando una persona está por morir, olvida todo lo malo y recuerda lo bueno, pues no, mi querido amigo fanático de las historias de Disney, esas cosas no pasan. Su muerte marcó mi vida, no fue que la extrañé ni nada por el estilo, simplemente fue el día en el que decidí mi plan, mi plan de vida. Ya estaba casado con Caren,  heredé la casa de la perra de mi abuela, que para nada era una cucha de perro, y comencé una carrera.
Así pasaron los años, trabajamos, yo estudié, ella me atendía, trabajamos en equipo hasta que me recibí y conseguí un buen trabajo. Ahorré dinero como un pobretón a pesar de triplicar mis ingresos, para comprar un auto al contado. Solamente faltaba lo último del plan de mi vida, solo una cosa me separaba de la satisfacción perpetua del sueño americano, un hijo. Era solamente tener un hijo lo que me faltaba. Caren y yo salimos de vidas de mierda, nos juntamos y logramos juntos un castillo lleno de momentos felices. Estaba la casa, el auto, ahorros, los muebles, un estúpido e inútil perro de esos que parecían caniches, más pequeño que el aburrido y gordo gato de mierda que dormía todo el día y orinaba la cocina. Pero así y todo, éramos unos ejemplos a seguir de nuestros pocos allegados, al tal punto que el mejor amigo de mi esposa quería que fuéramos los padrinos de sus hijos. Cosa que no pasó porque no quiero ahijados con la cara de nada de su padre o el rostro masculino de su madre, esas dos cosas eran feas y no me imaginaba el producto de ambos. Sería horroroso, no los soportaba y los evitaba. Creo que eso eran los genes de mi abuela, ese asco por ciertas personas que aunque sepa que esté mal, no puedo negarme mí mismo lo que siento.
Lo que sucedió un día me destrozó el alma como mi perro al almohadón de mi sofá nuevo, Caren no quería tener hijos. No lo entendía, lo teníamos hablado hace tiempo, queríamos tener dos hijos hermosos y en lo posible una nena y un varón, fue una sensación tan frustrante, peor que cuando el pelado hijo de la gran puta de mi profesor rebotó mi tesis por no llevarse quien con quien la hice. Ese maldito viejo con cara de pedófilo con los ojos torcidos como si la gorda de su esposa se le sentara en la cara todos los días, me negó la tesis. Y aun así, en ese momento que Caren me dio la noticia fue peor. Ella me demostró miedo sin sentido a mi parecer, justificándose en la seriedad de mi rostro que le hizo acordar a la perra de mi abuela. Que ciertamente, días después le di la razón sin decirle, cuando me miré en el espejo, tenía sus ojos serios y temerarios, era solamente vestirme de verde para ser un coronel del ejército. La misma postura estirada sacando pecho, y un gesto de desconformidad en mis labios que era asiduo. Era como la perra de abuela, pero en masculino y más joven, y con menos motivos para ser perro.
Los días fueron pasando y pasando, recordaba la negación de mi esposa por tener hijos al igual que las últimas palabras de mi abuela. Ambos fragmentos de mi vida estaban latentes una y otra vez, generándome una impotencia tan grande como a los cinco días de comprar mi auto y querer arrancarlo para no lograrlo. Mientras día a día veía a mi abuela en mi rostro, cada estúpido y aburrido día de mierda en que me lavaba los dientes frente al espejo, comencé a sentir que ella tenía razón. Pero nada iba a cambiar mis planes, nada.
Le compré un celular nuevo a mi esposa, pero solamente era una pequeña trampa, porque ella no sabía que el celular figuraba a mi nombre, y por tal, podía acceder por la web de la compañía a una cadena de mensajes que aunque no esté el contenido, pude descifrar un patrón de mensajes. Había un ping-pong de mensajes de texto de un número que cuando lo agendé, vi en WhatsApp su foto de perfil. Era un moreno, de esos de piel tostada como si fuera hindú. Por el ancho de su espalda y lo que se veía de su medio cuerpo seguramente medía 15 cm más que yo, y apostaría a que su pene sería proporcionalmente más grande. A lo que cuál deduje fácilmente porque no quería tener hijos, no podría seguir cogiendo con ese negro, y que le siga dando como zorra en época de caza, seguramente no le dé la boca para meterse su miembro entero, y cuando la tengo en casa debe de estar como elástico estirado. Podría haber realizado una escena de macho pecho peludo, pito de hierro, barba de leñador, pero ese no es mi estilo. Decidí cambiar mi plan, y convertir toda esa frustración de los años perdidos en un acto que jamás nadie olvidaría, en algo tan épico que quizás algún escritor decida pasarlo a novela o cuento. Al estilo Saw, pero con menos sangre comencé a maquinar que haría con ella y con el Aladín de dos metros de altura.
Ella siempre hacía las compras en casa, todo lo traía ella, hasta los condones. Seguíamos teniendo relaciones a pesar de notar cierta monotonía en el sexo. Había perdido esa magia volcánica que teníamos, esa manera de quedar exhaustos como para pedir agua a señas. De todas maneras no me quedaba atrás, pensar en esa versión de metrosexual con la que salía alimentaba mi ego, y sí, cogía más de bronca que por amor. Solo que algo había algo que ella no notaba, es que yo había pinchado todos cada uno de los condones, y había cambiado sus pastillas anticonceptivas que, por fortuna, venían en frasco y no en blíster. Por suerte, ponía placebos que conseguía de un amigo médico para su investigación. Había esperado con gran paciencia que llegara el momento, y al transcurrir tres meses sucedió. Ella se levantó a las 3:00 AM a vomitar. Yo tenía claro que la había dejado embarazada, aunque claro, podría ser del otro, pero si tanto se cuida conmigo de seguro que lo hace con el otro. Era el momento del Jaque, cada 3 días le venían más vómitos, para ese momento debió de sospechar, pero yo seguí calculando mis movimientos.
Ahora bien, en ese momento estudié dos posibilidades; una, era que me dijera  que estaba embarazada, la otra que lo negara. Sea lo que sea llegaba el momento clave, podría hasta abortar, pero necesitaría asentarse unos días. Un día dije faltar a mi trabajo para hacerme un chequeo médico, y pocos días después le dije lo que le tenía planeado a la hija de puta. Le expliqué que soy estéril. Claro que fue mentira, pero su cara de póker de la muy sucia casi me hace escapar una sonrisa diabólica, era como leerle la mente. Ella creía que estaba embarazada del otro con el que se seguía escribiendo. Luego la mejor parte. En casa para ella fueron unos diez días de terror. Le crecía la panza y nada podía evitarlo, y en complicidad de mi secretaría, que para nada tuve nada con ella, desaté la mejor parte de mi plan. Un mensaje me llegó, fingí estar anonadado, le dije a mi esposa que una amiga descubrió que le pegaron el sida, y le mostré que quien creía que fue. Me mandó la foto del amante de mi esposa. Corrió al baño para ir a vomitar, le pregunté si estaba bien y que si quería ir al médico, pero no había manera de convencerla. Si les soy sincero pensé que iba a gozar ese momento, pero no fue así. Ella jamás me dijo la verdad, no pude descubrir de quien era el bebé, la muy sucia cometió suicidio por no tener el valor de decirme que ese embarazo era con otro, y que ese le pegó un supuesto sida que debió de creer que a mí también. No esperaba un acto tan cobarde de su parte, no era a lo que quería llegar. Aunque, explicarle a la policía de que esa no era mi idea se me hizo difícil cuando interrogaron a mi secretaria y contó lo de “la broma de su sida”. Ataron los cabos sueltos y se arruinó mi plan.

Nunca uno, sin el otro


Hola mi amor, ¿cómo estás? Yo bien, te he extrañado mucho, ha pasado bastante tiempo. ¿Sabes? Me pregunto si me has extrañado. Bueno, eso no importa. Nunca te olvidé, recordé durante estos tres años cada uno de tus gestos, cada detalle de tu rostro, el olor de tu piel, y como jugaba con lo suave de tu cabello entre mis manos. Sí, jamás te olvidé, y jamás lo haré. Fueron duros estos tres años sin ti, pero lo que me mantuvo vivo fue el ferviente deseo de volverte a ver, de tenerte en mis brazos y besarte hasta lo imposible, de contenerte, de tenerte, de sentir el calor de tu cuerpo sobre el mío. En fin, fueron tres años muy duros, ni te lo imaginas; la cárcel no es un lugar agradable, hay tipos muy malos allí dentro. Imagínate como me han tratado, sobre todo al tener 19 años. Me llamaron bebito; sí, lo hicieron, pero no me trataron como tal, me golpearon cada vez que podían y he llegado a estar inconsciente por varios días. En un momento dejaron de molestarme, fueron diez días, diez días muy tranquilos, hasta que decidieron hacerme su puta. Como verás, un grupo de ocho sujetos me violaron, uno en cada día, se turnaban y competían para ver quién era el primero en disfrutarme. Fue muy duro, verdaderamente vergonzoso. No tenía el valor de mirar a nadie a los ojos, más aún con la advertencia de alguien que se rio cuando me lo dijo. Dice que cuando el último de ese grupo te viola, entre los ocho asesinan a su puta. Y bueno, como verás aquí estoy, vivito y coleando. Oye, ¿qué pasa? Te estás babeando. Cierto, debe de ser por el efecto de las drogas, espera, te limpiaré. Así está mejor, quiero verte bien, sé que quieres acariciarme, pero no puedes moverte, tu sistema nervioso está interrumpido. Aprendí muchas cosas en la cárcel, un psicópata que mató a más de treinta personas me enseñó un par de trucos. Volviendo a lo de antes, ¿sabes por qué estoy con vida? Bueno, llegó el día en que el último me violaría para luego asesinarme, estaba preparado, ya lo había perdido todo, a ti, a mí, mi libertad, y mi dignidad. Pero, cuando una persona lo pierde todo, se vuelve peligrosa porque ya no tiene nada que perder, no tiene nada que temer, y eso pasó conmigo. Dentro de mi media tenía una pequeña vara de metal, cuando dejaron al sujeto solo, lo distraje con alguna conversación estúpida, le pregunté sobre qué se siente violar a un hombre, y no pudo evitar llenarse de ego al relatarme algunas de sus experiencias. Fue su error, para cuando se dio cuenta mi vara estaba dentro de su ojo, creo que llegó dentro de su cerebro por cómo se desplomó y no reaccionó. Los demás estaban fuera esperando, llamé diciendo que se desmayó, y llegaron a socorrerlo. Oh por Dios, fue genial, cuando lo dieron vuelta y lo vieron con el ojo destrozado, tres de ellos comenzaron a vomitar. Fue genial, porque ninguno de ellos quedó con vida. Maté a tres sin darme cuenta como con mi pequeña vara que la venía practicando para dar justo en el ojo. El estado que les provocó a cada uno de ellos ver un cadáver me ayudó mucho, y así que lo hice con los tres, los maté en el acto. En fin, los otros cuatro estaban tan aterrados que no entraron, supongo que verme con el rostro lleno de sangre los superó. En fin, violar hombres no los hace más hombres, creo que eran unas nenas. Lo mejor fue salir de la celda y ver al resto de los presos, se enteraron de lo que había hecho, y comenzaron a festejarme. Me sentí como un rey recién coronado. Cerca de 40 de ellos arrinconaron a los cuatro, y me pidieron que los matara, los maté de la misma manera que a los anteriores. Sí, eso pasó en el primer año. Luego me internaron él algo para gente loca, supongo yo, el tiempo era eterno allí, lleno de pastillas y drogas y sujetos de túnicas blancas haciéndome preguntas. Hablaban entre ellos como si yo no estuviera, pensaban que era un demente. De todas maneras lo soporté, fue una experiencia que me hizo quien soy ahora, pero solo lo hice porque solo hubo algo que no perdí, y fue mi esperanza de volver a verte. Recuerdo que la última vez que nos vimos fue en esa casa abandonada, querías entrar a jugar al juego de la copa. No me gustaba la idea, pero sé que esas cosas a ti te excitaban. Y bueno, accedí. ¿Lo recuerdas? Claro que lo haces, fue el último día que nos vimos, creo que no fue inteligente robar un auto y llegar en él a esa casa embrujada, pero ya ni recuerdo con que nos drogamos ese día. Te veías tan linda dentro de esa casa vieja de pisos de madera con olor a humedad, tu pálida piel brillaba como un hada en la pequeña luminosidad de la vela blanca que prendimos, que lástima que haya pasado esto. Cuando la policía entró a buscarnos nos escondimos detrás de una escalera mientras nos buscaron con sus linternas. Esos dos sujetos no nos vieron, te dije que corriéramos, que huiríamos juntos, tomé tu mano y corrí contigo tan rápido que casi te hago flotar en el aire. Ellos nos vieron, pero no nos hubieran alcanzado, no debiste dejarme allí cuando tropecé, sé que estabas aterrada, pero quería salir contigo, como siempre lo estuvimos juntos. En fin, el pasado no se puede cambiar. Ellos me atraparon mientras tú corriste, me dejaste solo, aunque nunca dejé de amarte. Recuerdo las lágrimas que gasté desde ese día, siempre dijimos nunca uno sin el otro, esa frase se desvaneció cuando corriste sin ni siquiera mirar atrás. Bueno, escapé de la cárcel para locos, tiene un nombre que no recuerdo. “Manicomio”, sí, ese es el nombre. Pero siempre te recordé mi amor, porque este sentimiento va más allá del bien y del mal. Cuando escapé busqué tu rastro, fue una tortura, descubrir que te habías mudado y hasta cambiado el nombre, y cortarte el cabello fue inteligente. Estás irreconocible, pero más hermosa que antes, creo que hasta te crecieron los pechos. Solo fue verte caminar de esa manera tan calma que te caracteriza para reconocerte, esa costumbre de morderte el labio inferior cada vez que cruzabas la calle, de prender un cigarro y en la primera calada largar el humo al instante blanco escapando de tu boca. Lo recuerdo todo de ti, todo detalle, eso me mantuvo vivo hasta ahora para verte, me siento más vivo que nunca. Fueron tres años en los que me consideré un hombre muerto. Olvidé ese detalle de que me hayas dejado ese día, lo superé, entendí que no fueras a verme, era lógico. Sé que tus padres te tenían vigilada antes y luego de ese día sería peor, sé que te mudaste en contra de tu voluntad, y que hasta la recta de tu madre te obligó a cambiar de colegio y corte de cabello. Todo eso lo comprendí de ti porque te amo Alicia. Eso sí, algo que me produjo un fuego en mi ser, fue el día que un chico te besó, alguien que si bien se veía guapo no era de tu estilo. ¿Qué pasó contigo, desde cuándo te gustan los niños buenos? Ese cabello de corte clásico y prendas pulcras, creo que es por el auto, no cualquiera tiene un Mercedes. Ah, lo olvidé, supongo que se llama Ernesto, ¿no? Sí, vamos a preguntarle. Espera, espera, no te emociones, pienso que el efecto de la droga se está yendo, mira, lo haré rápido. Ya que estás sentada y no puedes moverte te lo traeré.

Lo siento, perdón por la demora, olvidé donde lo dejé. Es que traer a una persona a la fuerza es tedioso, y decidí traer solo su cabeza, ¿la vez? Aún parece viva, ¿quieres hablarle? Hazlo vamos, no seas tímida, sé que con él no lo eras. ¿Por qué estás negando con tu cabeza? Es él, créeme, el chico de ojos celestes que tanto te gusta. Mira, deja que levante su párpado para que lo compruebes, ¿vez? Es su ojo celeste que tanto te gusta. ¿Qué? Ah, no puede ser, se le dio vuelta, me dijeron que si le cortaba la cabeza con un hacha sus ojos quedarían abiertos. Bueno, lo arruiné. ¿Quieres besarlo? Hazlo, vamos, no seas tímida, te lo acercaré, dale, no seas así, pesa y se me cansan los brazos. Oh, lo siento, no quería ponerte incómoda, pienso que es algo vergonzoso besar a tu novio delante de tu ex. Espera. ¿Ex? Pero si nunca terminamos, claro, él es el otro, era. Bueno, como siempre te dije, nunca uno sin el otro. No te preocupes, ya llamé a la policía justo cuando le corté la cabeza, creyeron que les jugué una broma, pero como dije mi nombre seguro sabrán que me escapé. Bien, será rápido, nunca uno sin el otro. Quédate quieta ¿sí? Igual no puedes moverte. Esto que estoy inyectando es un veneno letal, en treinta segundos morirás, pero no te preocupes, ahora me inyectaré yo también, déjame abrazarte, no me importa que te salga espuma de la boca. Oh, ya no puedes oírme, ya iré contigo. Nunca uno sin el otro…


Puedes ver este video donde estará su versión narrada por J.J. Zapatta, narrador y escritor 






El pacto con la muerte




Y allí estaba la muerte, caminando entre los humanos, sin que nadie se percate de su presencia. Era la parca, como todos conocen, de rostro esquelético, sin piel ni carne, con su túnica negra más que conocida, la cual a la altura de su estómago le jugaba de cinturón una cuerda común y corriente, donde del centro un extremo predominaba y colgaba un reloj de arena. Su capucha cubría su cabeza, o mejor dicha calavera, sin dejar ocultar su rostro, sus huecos ojos, su mandíbula y dientes al desnudo, como el tono gris apagado de todos sus huesos. Sus manos flacas y huesudas, en una de ellas se veía la guadaña que la caracteriza, y en su otra mano un pergamino, el cual al abrirlo, se extendía al suelo, continuando su trayecto como una alfombra infinita que no terminaba más. Allí estaba en orden los nombres de quienes iría a visitar, para pasar raya a su vida. La muerte paseó, pero esa ciudad que nadie conoce, se deslizaba por el suelo, ya que sus pies no se veían cubiertos por su túnica, y la manera en que su altura nunca cambiaba lo confirmaba más aún. Observó a un hombre mayor de bigote, cuya panza no le permitiría a sí mismo observar sus propios pies, serio esperando el semáforo, para cruzar la calle, de un fino traje y maletín que daba a entender que era algún empresario o ejecutivo, quizás. De pronto el señor miró su reloj, y de un momento a otro se suspendió de toda realidad, todo era negro, hasta que una cortina de niebla fue viajando por el suelo hasta sus pies, y vio a la muerte a su frente.

— ¿Quién eres? —Preguntó serio aquel señor, al engrandecerse sus ojos, e inflar su pecho como un sapo en señal de guardia.

—Soy la muerte —dijo la muerte. Su voz era escalofriante, tenía un tono que predominaba, parecía un locutor de radio, con voz de seductor y grave, pero se repetía otra más resonante y áspera en ella, que le repetía sus palabras en una pequeña fracción de segundo, esa segunda voz jugaba como su propio eco.

— ¿Y qué quieres? —Preguntó el hombre apagado como su mirada.

—No necesito decírtelo, es más que lógico, que mi presencia no es para venir a saludarte.

—Entonces me toca morir —afirmó el señor. Pero él no responder de la muerte, le hizo a sí mismo contestarse su propia pregunta. Y poco a poco la parca se acercó él, flotando entre la niebla, tomó su guadaña entre sus manos, y la atinó hacia atrás, pronto para ejecutarlo.

—NO… ESPERA —detuvo el señor —. No quiero morir —. Continuó más calmo.

—Dame un motivo para vivir —dijo la muerte.

—Yo tengo una vida, una familia, un buen trabajo. Tengo asuntos pendientes, no quiero terminar mi vida aquí —Y la muerte, sin compasión y sin contestar, lo atacó con su guadaña, y justo antes de llegar el filo en su cuello, la pesadilla se desvaneció.

El hombre volvió a la realidad, a punto de cruzar la calle, pero un dolor en su pecho no le permitió caminar más. Su brazo izquierdo se durmió, y calló al piso agonizando. Mientras las personas alrededor lo asistían, la muerte lo observaba, y cuando dejó de respirar, ella se marchó.
La parca continuó con su viaje, entró en una facultad, observó a una joven rubia de no más de 25 años, con varias carpetas abrazadas tapando su pecho. Sus Rasgos eran delicados, sus curvas pronunciadas, y al bajar por unas escaleras el proceso se repitió. Ella se suspendió de la realidad como el hombre ya mencionado, dejó caer sus carpetas, impactada de lo que pasaba, y tras un agitar la vio a la muerte, acercarse a ella.

—No —gritó ella entre llantos —. Esto tiene que ser un sueño.

—Uno del que no despertarás —contestó la muerte.

—No por favor, no… no quiero morir —dijo ella moviendo su cabeza a un lado, dando algunos pasos hacia atrás. Aterrada intentó correr, pero al dar la vuelta, la muerte también estaba allí.

—No importa que tanto corras, no hay lugar en donde esconderte de tu destino —dijo la muerte, hablaba sin mover su mandíbula huesuda.

—No quiero morir —dijo ella llorando, cayendo de rodillas mientras sujetó su cabeza con ambas manos, no aceptaba la situación. Y la muerte tomó su guadaña, atinó hacia atrás, y antes de ejecutarla, se quedó unos segundos inmóvil.

—Dame un motivo para vivir —dijo la muerte como a su anterior víctima, y lo hacía con todas.

—No quiero morir —solo dijo ella con sus ojos enrojecidos. Y la guadaña viajó hasta su cuello, y antes de su filo tocar su fina piel pálida, ella volvió a la realidad, como si nada hubiera pasado, como si nada recordara. Tras un paso en falso resbaló en un escalón, rodó sobre la escalera, y mientras dos personas se acercaron a ella, la vieron desmayada allí.

—Ve a pedir una ambulancia —dijo uno a otro, y el segundo tras salir corriendo se acercó a donde la muerte estaba parada, pero no la vio, y la traspasó como el espectro que era.

La muerte siguió su camino, estaba nuevamente en la calle, y vio a un joven de campera negra y pantalón de igual color, ya a mitad de camino cruzando la luz verde a pie. Él era de aspecto caucásico, de pómulos marcados, más su piel pálida y cabello ennegrecido, le daba cierto tono oscuro. Caminaba con toda la tranquilidad del mundo, y con sus ojos serenos, pero firmes, casi ni parpadeaba y si lo hacía, no se notaba. Allí él como a los demás fue suspendido de toda realidad, detuvo su paso, pero sin nervio alguno, bajó la mirada para presenciar la niebla que tapó sus pies, enarcó una ceja sin entender lo que sucedía, pero no demostró asombro alguno. Luego levantó la mirada a su frente, ambos se miraron uno al otro, una pausa algo incómoda, cerca de dos minutos hubo allí.

— ¿No vas a decir nada? —Preguntó la muerte con normalidad.

—Eres la muerte, no hay otra opción —contestó el joven con simpleza. No estaba claro si es que no tenía miedo a morir, o era lo que quería. Ese muchacho era tan frío que no se podía delatar sentimiento alguno, solo una extraña y calma frialdad, igual a la muerte a su frente.

—Llegó tu hora humana, hoy es el día de tu ejecución —anunció la muerte, presentando sus manos en su guadaña al atinarla hacia atrás.

—Me lo suponía, no creo que vengas a saludarme o a contarme un chiste —dijo sarcástico el joven. La muerte quedó sorprendida, si bien no tenía piel en su rostro para demostrar gesto alguno, la pausa en que permaneció con su guadaña sin moverla lo predijo. Y tras otro minuto de silencio incómodo, la muerte decidió hablar.

—Dime un motivo para vivir —dijo al fin la muerte.

—Dime un motivo para morir —contestó al instante el joven, sereno como si fuera un encuentro normal. La parca bajó su guadaña, no encontró respuesta para un humano, que reaccionó de tal manera común.

—En todos estos milenios, nadie me ha dicho algo así —dijo la muerte, calma y serena para hablar, igual que el joven a su frente.

—No sé si sentirme halagado o excéntrico, pero si tú me pides a mí un motivo para vivir, yo te pido un motivo para morir —dijo el joven, quien no cambiaba el tono de su voz, hasta se dudaría si era un robot o un ser humano, por la frialdad de sus respuestas automatizadas.

—Eres la primera persona, a la que no tengo que contestarle, postergaré esta visita para otro momento

—dijo la muerte, le perdonó la vida.

—Tomate tu tiempo —dijo el joven como si nada, ni agresivo, ni agradecido.

—A todos les llega su hora, desde que nacen comienzan a morir, yo solo doy fecha final, solo un número de años a contar.

—Lo tengo claro, pero no te preocupes. No huiré de ti, será perder el tiempo, algún día me tendrás que venir a visitar.

—Ese día llegará, hasta la próxima vez, humano —dijo la muerte, y se marchó. Para eso el joven volvió a la realidad, estaba en medio de cruzar la calle, y justo al volver volteó su rostro a un lado, tenía a un auto a punto de arrollarlo, que por milagro reaccionó, y en un trote ágil lo esquivó, aunque el espejo retrovisor golpeó y rompió en su brazo. No se llevó de ninguna herida letal. El conductor se vio impactado, estaba hablando por teléfono y distraído, no vio la luz roja que casi lo mata. No estaba claro si la muerte le salvó la vida, o simplemente decidió no matarlo.


— ¿Estás bien? —Preguntó el conductor al joven, exaltado y agitado.

—No debería hablar por teléfono mientras maneja —contestó calmo el joven, se dio la vuelta y continuó su camino, como si tal evento fuera del día a día.

Pasaron 80 años, la muerte siguió con su responsabilidad, y tras miles y miles de ejecuciones, jamás encontró a otra persona que contestara como aquel joven. Todas sus víctimas, si no suplicaban o rogaban por su vida, quedaban atónitas sin reacción posible, más algún que otro psicópata, que la recibió con agrado, esperando morir, pero ello no era motivo para perdonarle la vida a nadie. Ejecutó personas sin discriminación, edad, sexo, posición social, estado de salud, planes a futuro o no, los ejecutó sin remedio. Un día la muerte se fue hasta la camilla de un hospital, y lo vio a un anciano demacrado con equipo de respiración, ese hombre tenía más de 100 años de edad. En un momento toda realidad se desvaneció para él, como a los demás la muerte se le presentó, pero el viejo estaba de pie a su frente.

—Te tardaste mucho —dijo el anciano —. Pensé que te habías olvidado de mí —. Continuó con calma, ese anciano era el joven que una vez perdonó su vida.

—Hace mucho tiempo que no te veo, estás muy cambiado, pero de todas maneras sé quién eres —dijo la muerte.

—No te he visto desde aquella vez hace 80 años, pero sé que tú lo has hecho.

— ¿Y cómo lo sabes? —Preguntó la muerte, con un variante en su voz, que si tuviera labios diría que sonrió al decirlo.

—Fui testigo de la muerte de todos mis hijos y mis nietos, hasta de algún bisnieto, no te he visto, pero sé que te has presentado a ellos como a mí aquel día.

—Y siempre te vi tan calmo y sereno, como en el día en que te conocí.

—Yo estoy muy cambiado, me parece que estás delgado, pero en fin eres puro hueso —dijo con algo de gracia el viejo.

—Un día ejecuté a un ladrón, y me sorprendió su respuesta. Cuando le pedí un motivo para vivir, me preguntó si yo era aquel hombre que asaltó hace días atrás, me explicó que nunca temió ni se sorprendió al verlo, y se asustó de su frialdad y serenidad —contó la muerte.

—Un sujeto de barba desarreglada si no me equivoco, de ojos claros y consumido por la droga —apreció el anciano.

—Ese mismo —afirmó la muerte.

—Se asustó al verme, pero en fin, sé que vino a robarme ese día. Fue hace 50 años más o menos, si no te temí a ti, no tenía motivo para temerle a él, más aún si no te has hecho presente.

—Me confundió contigo humano, pensó que tú eras la muerte.

— ¿Le has perdonado la vida a alguien más? —Preguntó el viejo.

—A nadie, has sido la segunda persona que conocí, que deja sin respuesta a la muerte.

—¿Y quién ha sido la primera?

—Ese he sido yo milenios atrás, y tras ello, a la hora de morir me convertí en lo que soy.

—Entonces me convertiré en la muerte —concluyó el viejo.

— ¿Qué has hecho de tu vida? —Preguntó la muerte.

—No mucho, comí cuando tuve hambre, bebí cuando tuve sed, dormí cuando tuve sueño. Los médicos han dicho que he vivido hasta ahora debido a mi sano corazón, mis latidos siempre han sido calmos, sin sobresaltos algunos, y por ello mi larga vida, aunque pensé que te habías olvidado de mí.

—Jamás me olvidé de ti, solo esperé a que te llegue la hora, y fue tu temple como la mía, la que te ha dado tantos años de vida, pero todo cuerpo envejece, ni yo mismo puedo retrasar tu muerte ahora.

—Entonces a lo tuyo —solo dijo el anciano. Y la muerte atinó su guadaña, dio el golpe, y al llegar el filo a su cuello, rebanó su cabeza cayendo al suelo, mientras su cuerpo en su camilla dejó de latir. La muerte lo vio a él allí, como murió después de tanto tiempo, pero detrás de ella estaba el viejo, su alma seguía allí.

—Así que esto es lo que viene después de la vida —dijo el viejo.

—No exactamente, como yo hay otros, somos pocos, pero mantenemos el equilibrio en el mundo ejecutando a los humanos. Cada vez hay más en el mundo, y si bien somos seres atemporales, se nos hace algo arduo eliminar a la larga lista que cada uno posee. Como yo un día me convertí en lo que soy, hoy tú ocuparas la misma posición que cumplo yo. Cumplirás tu papel, como la muerte.

— ¿Alguna recomendación? —Solo preguntó el viejo.

—No tengo nada que decirte, eres igual a mí a lo que era en vida, sabrás qué hacer,  estoy seguro de que tomarás las mismas decisiones que yo, tu única diferencia será tu lista, solo los  nombres que verás anotados.

—Bien, pero esta no será mi forma, me imagino —dijo el viejo, y poco a poco cuando la muerte presentó su dedo huesudo en su frente, su cuerpo astral se prendió en fuego fatuo, un fuego azulado que consumió lo que era su carne y piel fantasmal. Y tras quedar hecho huesos, poco a poco apareció sobre él la misma túnica de quien le dio el título de la muerte, más otro reloj de arena, una guadaña, y una lista de sus ejecuciones.

—No tengo nada más que decirte, ya sabes lo que tienes que hacer —dijo la muerte.

La novia de negro


La novia de negro



Había tenido una jornada laboral bastante extensa luego de una discusión con los socios de la compañía en la que trabajo. Las cosas no estaban yendo bien, y entre todos no parábamos de señalarnos los unos a los otros, haciéndonos responsables de los números negativos. Llegado un momento decidí dejar de discutir, los diálogos superpuestos de todos se perdieron en mis oídos, eran palabras mezcladas sin sentido, hasta que ni se distinguían las palabras. Quizás alguien más me habló, y si lo hizo, lo ignoré. Solo deseaba llegar a mi casa, recostarme en mi sofá y beber algo de whisky al calor de la estufa. Pero tenía un montón de papeleo que odiaba en el asiento del acompañante mientras manejaba esa noche en plena ruta. Todavía me dolía la cabeza, me punzaba a tal punto que sentía mi pulso en ella. Al menos la noche era hermosa, la ruta estaba vacía, solo yo manejando mientras un conjunto de estrellas y la luna llena eran lo único que se veía en el cielo. Poco a poco me iba relajando, hasta que a lo lejos los faroles delanteros de mi auto reflejaron algo en medio de la ruta. Una silueta femenina interrumpía mi paso, poco a poco aminoré la marcha para distinguirla mejor. Mi corazón comenzó a latir a mil al apreciar a una joven de vestido negro a lo lejos, con un velo cubriendo su rostro. Ni parpadeé esperando que esto sea una ilusión. No creo en fantasmas, pero la estaba viendo, una presencia oscura en medio de la noche. Tomé coraje y aceleré, pero, ¿si no lo era? No era normal ver una mujer de negro, pero no podía arriesgarme a la mínima posibilidad de atropellar y quizás quitarle la vida a alguien y tener que justificarme con un “temí que fuera un fantasma”. Clavé los frenos en contra de mi voluntad, quería seguir de largo, pero mi inocencia no me permitía hacerlo. Preferí en ese momento ser testigo de una aparición fantasmal y orinarme en mis pantalones, a tener que lamentar una tragedia. Ella a paso veloz se acercó a la ventana de mi auto mostrándome su rostro joven y perplejo, los nervios estaban dibujados en sus rasgos delicados, su piel blanca a través de un velo negro, los labios negros y finos, y su delicado maquillaje negro bajo sus ojos exageraban ojeras; si las tenía, sin ese maquillaje apostaba mi auto a que de verdad tenía. Bajé el vidrio, finalmente hablé con ella esperando lo peor.

— ¿Qué quieres? —pregunté secamente, con mis manos tiesas sobre el volante que no paraban de temblar.

—Lo siento —dijo ella débilmente —. Sé que mi aspecto no es el mejor —continuó, y suspiré de alivio.

—Lamento ser tan cortante, es que tuve un mal día, y tu vestimenta en una noche como esta… ¿lo entiendes?

—Lo entiendo —asintió tras suspirar.

—Sube —le dije. Abrí la puerta del lado del acompañante y arrojé mis papeles en la parte de atrás para que pase.

Ella se sentó con timidez, con la mirada baja e incómoda como si fuera consciente de su apariencia de bruja. Usaba un vestido negro tenebroso, pero no feo, diría que muy bonito. Zapatillas negras de tacón bajo, guantes calados de color negro hasta los codos, todo en ella era negro, hasta el color de sus ojos como su labial y el resto del maquillaje. Humedeció sus labios demostrando incomodidad, hasta que me extendió su mano.

—Me llamo Marina —dijo ella.

Pero su mano quedó desnuda, temía tocarla. Observé su mano con atención, hasta que ella retiró su guante calado mostrando sus delicadas manos pequeñas de dedos delgados. Se le resaltaban el azul de sus venas, y las uñas, negras por supuesto.

—Perdón de nuevo —dijo ella, y al fin estreché su mano, sentí el frío de ella, me asustó, pero reflexioné sobre la temperatura de esa noche, era normal que estuviera así.

—No era que no quisiera saludarte —dije de tono grave y varonil, solo para evitar tartamudear, estuve a punto —. Es que una mujer de negro en la noche asusta —terminé de decir.

—Lo sé —sonrió ella de manera tímida —. Déjame explicarte. Mi novio y yo somos góticos, nos gusta vestir de negro y por ello como me ves. Mi familia no está muy de acuerdo al igual que la de mi novio pero lo respetan. Hoy íbamos a casarnos a media noche, pero mi auto sufrió una descompostura. Por favor, llévame —pidió de manera gentil.

—Bien, mujer, no te preocupes —asentí, con una sonrisa forzada, costaba asimilar la situación —. Dime dónde es.

—Por esta ruta son solo diez kilómetros, llevo caminando quince, estoy retrasada y temo que mi novio piense que me arrepentí a última hora —explicó ella.

Sus palabras fueron un puñal en mi corazón. Tragué saliva tras recordar como quedé cinco horas esperando en aquella boda, mi boda que nunca se celebró, porque ella nunca vino. Tenía que llevarla a toda costa.

— ¿Te molesta si manejo rápido? —pregunté decidido.

—Para nada. Es más, te lo pido por favor —rogó ella.

Arranqué el auto y marché en él como si fuera un auto de carreras, la adrenalina corría por mis venas, solo con la idea de evitar en su novio lo que a mí me sucedió en el pasado. Solo deseaba verlo allí, y decirle “tranquilo, aquí está”.

— ¿Entonces te casas de noche? —pregunté. ¡Qué pregunta la mía!

—La noche es parte de nosotros, no somos brujos ni satánicos como las personas nos tildan, somos góticos, es un estilo de vida —contó ella.

—Tranquila, mi sobrino tiene esas costumbres y es más bueno que el pan —sonreí para que entre en confianza.

—Gracias —dijo ella, y bajó la mirada.

Poco tiempo después observé una mansión inmaculada sobre la ruta, apenas el edificio se asomó a nuestra visual ella lo señaló. Parecía el castillo del conde Drácula, ¿pero qué más podía esperar? Paré el auto y toqué bocina a varias personas, esperaba los gritos de asombro de las mujeres y el festejo de los hombres, pero nada. Todos me observaron con recelo, como el desconocido que soy. Bajé de mi auto y me acerqué al más próximo, pero cuando me di cuenta, Marina estaba detrás de mí. Me jaló de la muñeca de mi traje para llamarme, me mató su mirada de perro mojado. Bueno, quien sabe si el novio todavía estaba, y esto necesitaba explicaciones.

—Vamos, dile que estás aquí —le dije a ella en voz baja.

—Ellos no me importan —susurró ella, enrolló su brazo con el mío como si fuera el padrino, mientras yo alerta me percaté de cómo me gané las miradas estupefactas de todos. Lo que faltaba, ahora tengo la imagen del amante que evitó la boda. Esto necesitaba una estresante justificación.
Ella me llevó al interior de la mansión, todo parecía ser el montaje para una película de terror con las decoraciones necróticas del lugar. Cuadros por todos lados con imágenes tétricas de personas que parecían más muertas que vivas, y estatuas de gárgolas en piedra. Enormes faroles iluminaban la gran sala continuada por una alfombra color purpura.

— ¿Dónde está tu novio? —Le pregunté a ella, pero se recostó sobre mi cuerpo como si quisiera esconderse de la visual de todos, esto no daba buena espina.

—Solo sígueme —dijo.

— ¿Pero dónde…?

—No hables —interrumpió, mientras escuchaba los murmullos, todos atónitos me observaban sin moverse.
“¿Quién es? ¿Qué hace aquí? ¿De dónde salió? ¿Qué mierda?” eran algunas de las preguntas en lo que pude descifrar de la mezcla de voces.

—Puedo explicarlo —dije en voz alta a la multitud.

—No hables, por favor —exigió ella entre dientes, mientras una lágrima negra que corrió su rímel se deslizó por su mejilla.

—Van a matarme si me ven así contigo —repliqué en voz alta.

—Está loco —dijo una señora mayor que me fulminó con la mirada.

—Por favor, no digas nada, solo sígueme —pidió ella.

Subimos por una enorme escalera del estilo antiguo que continuaba con la misma alfombra purpura. Al llegar al final, se vieron dos escaleras a los lados con la misma alfombra. Subimos por la de la derecha. Pero tres escalones antes de llegar, ella se detuvo. Se quitó el otro guante calado permitiendo ver un anillo con un enorme zafiro, lo que valdría esa joya. Para mi sorpresa se lo quitó, lo colocó en la palma de mi mano y la cerró con fuerza para que la guarde, sus manos a esta altura estaban cálidas.

—Quiero que se lo des a mi novio —dijo ella triste.

— ¿Vas a dejarlo aquí? —reproché irritado, por un momento vi en ella a la que sería mi esposa, sería

—. No puedes hacerle esto, menos usándome a mí.

—Por favor —dijo ella al tragar saliva —. Solo hazlo, hoy no pude casarme.

—Puedes hacerlo ahora —dije, pero ella no contestó. Me escoltó al final de la escalera, y entramos en un salón.

Allí lo vi a él, a un sujeto que no me costó entender que era su novio. Vestía de negro. ¡Qué sorpresa! Usaba un chaleco negro con tres botones color plata, una camisa negra con extraños bordes como si fueran gravados de color rojo. No tenía corbata, más bien una especie de corbatín extraño como del siglo 16 o 17, no sé bien. El caballero tenía la piel blanca como ella, con rasgos delicados, con su cabello negro atado con cola de caballo. Parecía más vampiro que humano, pero ya nada me sorprendió.

—Él es mi novio, Joaquín, ve a hablar con él —dijo ella, me empujó hacia delante llamando la atención de todos con mi trote para no caer. El me asesinó con la mirada, sus ojos enrojecidos no sé si eran de llanto o de ira al observarme, ni parpadeó al intercambiar miradas.

—Joaquín —llamé a él luego de suspirar.

—Soy yo —respondió con una voz muy grave.

—Espero no ser inoportuno, vine a tu boda —expresé calmo. Su silencio estremeció cada uno de mis músculos.

—No te conozco —soltó él.

—Lo sé, tranquilo, ahora puedes casarte —dije de sonrisa forzada, se notaba la falsedad en ella, pero en una situación como esta me costaba hacerlo.

— ¿Cómo? —preguntó incrédulo.

No pude evitar ver detrás de él un ataúd, y no me asustó, ya vi demasiado terror en esta noche tan extraña.

—Buen decorado —dije al señalar el ataúd. Buscaba alivianar la tensión.

— ¿Quién te invitó? —dijo él al levantar la voz.

—Nadie —dije.

— ¿Por qué viniste?

—Toma —le dije a él, le di el anillo con el zafiro que Marina me entregó. Él lo miró tan extrañamente que no pude descifrar su reacción. Observé detrás de mí, Marina no estaba.

—Oh por dios, se fue —dije fastidiado.

— ¿Quién se fue, y por qué tienes este anillo? —. Estuvo a punto de gritar de cómo lo dijo.

—Encontré a tu novia en el camino, me explicó que su auto se averió y le traje hasta aquí, solo que no se atrevió a hablarte. Quizás por el retraso no sabía cómo explicarlo, lo siento.

— ¿Me dices que Marina te dio el anillo? —preguntó más calmo.

—Si hombre, recién me lo dio. Solo tranquilízate, quizás si hablan puedan arreglarlo. Sabes, a mí me plantaron en mi boda, pero no tuve segunda oportunidad, tú la tienes, solo ve a buscarla.

—Ven conmigo —pidió él con la mirada sombría.

Me llevó al ataúd, mis lágrimas cayeron al ver a Marina dentro de él, con el mismo vestido con el que la vi poco tiempo atrás.

—Marina murió en un accidente en la ruta camino a nuestra boda, no sufrió daño, pero su corazón no soportó el susto —dijo él con la voz plana.

—Al darme vuelta la vi a ella, igual que en el ataúd pero con su rímel negro corrido. Saludó con su mano para desaparecer ante mis ojos.

—Gracias por el anillo —dijo él tras aparecer una línea de sangre desde su garganta, también desapareció él.

— ¿Con quién habla joven? —preguntó una mujer mayor.

—Con Joaquín, creo —contesté atónito.

—Joaquín es mi hijo, se suicidó al enterarse de la muerte de Marina —señaló ella detrás de mí, estaban colocando otro ataúd con Joaquín dentro.