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Pesadilla



Había sido una jornada normal como todos los lunes de rutina. Llegué a mi casa, puse ropa a lavar y luego vi una película. Cociné para esa noche y el día siguiente, luego decidí acostarme. Apenas me cubrí con la sábana, cerré mis ojos y calmé mi respiración. Pero lo sentí, esa sensación de guardia que me avisa lo que va a ocurrir. No sé cómo lo hacía, pero siempre antes de pasarme lo presentía — ¿O era mi miedo lo que lo generaba? No lo sé.
Otra vez lo mismo. Ya estaba cansado, desde los doce años que me sucede, y a pesar de tomármelo con más calma sigue atormentándome. Me acostumbré al miedo.
Sentía como si estuviera despierto, pero sabía que era una pesadilla. La misma pesadilla desde hace quince años. Siempre era lo mismo, estaba acostado en mi cama, con la sabana cubriendo mi rostro. Mi cuerpo estaba paralizado, no me podía mover. Sabía que era una pesadilla, porque como todas no sentía frío ni calor. El mismo sueño lúcido que se repite durante toda mi vida. Sabía perfectamente la posición de mi cuerpo, pero cada vez que me movía, simplemente estaba en la misma posición que desde el inicio. Un extraño hormigueo paseaba por todo mi cuerpo, no estaba seguro si sobre mi piel o por debajo. Tenía los ojos cerrados, pero sabía que una sombra de una silueta negra estaba parada frente a los pies de mi cama. Era como ver con los ojos cerrados. Me estiré para quitarme la sabana que me cubría, me incliné hacia la sombra, mis manos iban a donde creía que era su cuello, pero me di cuenta de que seguía acostado; inmóvil, sin ser capaz de moverme.
Me armé de voluntad; por algún motivo movilizarme requería un gran esfuerzo, pero no físico sino mental. De un sacudón volví a quitarme la sabana, sin importar que tuviera los ojos cerrados, veía la sombra a mis pies. Pero otra vez lo mismo. Cada vez que creía moverme nunca lo había hecho. Creo que fueron seis o siete veces que intenté a ahorcar esa imagen negra. Antes rogaba por despertar, pero me cansé de tenerle miedo. Ella me seguía asustando, pero en lugar de pedir “por favor despiértenme” la maldecía con todas las palabras sucias dentro del diccionario de mi mente. Quería hablar, quería gritar, pero cada vez que lo intentaba solo me escuchaba un pequeño balbuceo, como si mi boca fuera anestesiada.
Desperté; me di cuenta, ya que verdaderamente abrí mis ojos. Me quedé recuperándome, porque cada vez que me sucede lo mismo mi cuerpo queda exhausto. No sé si es la presencia de un ser del infierno, o una simple pesadilla. Pero cada vez que sucede sé que es irreal. Aún le temo confieso, pero cada vez menos. Me pregunto si algún día podré golpear a la sombra, aunque sé que no exista, solo para darme ese placer.

El plan

Mi nombre es Óscar, y les contaré un poco de mi vida y de lo que me sucedió.

Crecí bajo el techo y la tutela exigente de mi abuela. Mi madre, que fue su hija, madre soltera y alcohólica crónica, no le costó mucho que el cáncer de hígado tocara la puerta de la muerte por su vicio. Mi novia, Caren, creció en una familia de mierda. Literalmente, una familia muy de mierda. Cuando ella tenía 13 años, su hermano mayor solía espiarla mientras se cambiaba. Su madre, adicta al juego, se gastaba lo que el honrado de su padre ganaba a duros esfuerzos. Él si era un buen hombre, pero cuando Caren cumplió 15 años su madre se suicidó, debía dinero a un pueblo, y apareció un amante de malos pasos, dueño de algunos negocios, a quien le había vaciado la cuenta del banco. Así fue como su padre, al igual que mi madre, se ahogó en el alcohol.
Jamás le hizo daño, pero no era capaz de cuidarla, menos de su degenerado, sucio, tarado, e idiota incesto de mierda de su hermano. En ese momento Caren tenía 15 y yo 17, llevábamos 3 años de relación y sabíamos lo que queríamos. Mi abuela jamás me ocasionó problemas, pero no me brindaba amor desde su rol de abuela o como madre. A veces, sentía que yo era una “obligación” bajo su cargo, y no su nieto. Aun así ella se encargó de cuidarme, me tenía siempre el ojo en la mira por si la "herencia" alcoholica de mi madre despertaba. Constantemente le contaba a mi abuela de los planes con mi novia, de conseguir trabajo cuando tuviera la mayoría de edad y formar una familia con ella. Pero, mi abuela sospechaba mucho de Caren, decía que cuando no me necesitara me daría la espalda.
Eso fue un poco de nuestra juventud, quizás un poco cliché. Dos jóvenes con vidas tormentosas, superando los obstáculos de la vida, en la travesía de ser ejemplos para nuestros hijos. Pero las cosas no son como en los cuentos de hadas o películas, las cosas malas le pasan a la gente mala, pero también a la buena. No hay nada que dictamine a quien le pueda pasar qué. En fin, hoy cumplimos 6 años de novios, más 10 de casados. Casi toda nuestra vida de recuerdos fueron juntos, nos conocíamos tan finamente que con gestos podíamos hablarnos. Muchos dirán que es lo más romántico, dulce, hermoso, sublime conexión que unen nuestros lazos hasta el infinito y más allá ida y vuelta con gastos pagos. Pero no, es aburrido, es monótono, una y otra vez comiendo la misma carne con la misma sazón por más feo que suene. Cuando cumplí 21 años y ella 18 nos casamos. No fue un plan romántico con un anillo dentro de su postre en un restaurante de alta cocina. Ni un camino de pétalos de rosas hasta la habitación para escribir con ellos “cásate conmigo”, y no es que sea mi idea por ser un romántico sin admitirlo, lo hizo el idiota y mente vacía de mi mejor amigo, y le dijeron que no.
A mi abuela lo no le gustaba Caren, lo dejaba en claro por su manera cortante y seca en su trato con ella. Aun así, Caren jamás discutió con mi abuela, y mi abuela jamás buscó incomodar a Caren. Simplemente, a mi abuela no le agradaba Caren, y mi novia soportaba eso mientras no hubiera problemas. Dos años después de casarnos, mi abuela sufrió un infarto, ya tenía 85 años y no era evitable la muerte, aunque ella era de fierro. Cuando estaba de visita mientras seguía internada, abrió los ojos buscándome, tomé su mano con delicadeza, pero la quitó, ya que la usó para señalarme.
—Caren un día te va a hacer mierda la vida —dijo con calma, pausada, y entrecortada.
Esas fueron las últimas palabras de mi querida abuela. Sí, mi abuela era una perra de collar fino, pero lo digo en serio, era la persona más desamorada, cruel, insensible, e ingrata que haya conocido. No exagero, solo le faltaba comer comida para perro y caminar en cuatro patas para ser una total perra, porque gruñir ya lo hacía cada vez que una de sus reglas no se cumplía. Y muchos pensarán que cuando una persona está por morir, olvida todo lo malo y recuerda lo bueno, pues no, mi querido amigo fanático de las historias de Disney, esas cosas no pasan. Su muerte marcó mi vida, no fue que la extrañé ni nada por el estilo, simplemente fue el día en el que decidí mi plan, mi plan de vida. Ya estaba casado con Caren,  heredé la casa de la perra de mi abuela, que para nada era una cucha de perro, y comencé una carrera.
Así pasaron los años, trabajamos, yo estudié, ella me atendía, trabajamos en equipo hasta que me recibí y conseguí un buen trabajo. Ahorré dinero como un pobretón a pesar de triplicar mis ingresos, para comprar un auto al contado. Solamente faltaba lo último del plan de mi vida, solo una cosa me separaba de la satisfacción perpetua del sueño americano, un hijo. Era solamente tener un hijo lo que me faltaba. Caren y yo salimos de vidas de mierda, nos juntamos y logramos juntos un castillo lleno de momentos felices. Estaba la casa, el auto, ahorros, los muebles, un estúpido e inútil perro de esos que parecían caniches, más pequeño que el aburrido y gordo gato de mierda que dormía todo el día y orinaba la cocina. Pero así y todo, éramos unos ejemplos a seguir de nuestros pocos allegados, al tal punto que el mejor amigo de mi esposa quería que fuéramos los padrinos de sus hijos. Cosa que no pasó porque no quiero ahijados con la cara de nada de su padre o el rostro masculino de su madre, esas dos cosas eran feas y no me imaginaba el producto de ambos. Sería horroroso, no los soportaba y los evitaba. Creo que eso eran los genes de mi abuela, ese asco por ciertas personas que aunque sepa que esté mal, no puedo negarme mí mismo lo que siento.
Lo que sucedió un día me destrozó el alma como mi perro al almohadón de mi sofá nuevo, Caren no quería tener hijos. No lo entendía, lo teníamos hablado hace tiempo, queríamos tener dos hijos hermosos y en lo posible una nena y un varón, fue una sensación tan frustrante, peor que cuando el pelado hijo de la gran puta de mi profesor rebotó mi tesis por no llevarse quien con quien la hice. Ese maldito viejo con cara de pedófilo con los ojos torcidos como si la gorda de su esposa se le sentara en la cara todos los días, me negó la tesis. Y aun así, en ese momento que Caren me dio la noticia fue peor. Ella me demostró miedo sin sentido a mi parecer, justificándose en la seriedad de mi rostro que le hizo acordar a la perra de mi abuela. Que ciertamente, días después le di la razón sin decirle, cuando me miré en el espejo, tenía sus ojos serios y temerarios, era solamente vestirme de verde para ser un coronel del ejército. La misma postura estirada sacando pecho, y un gesto de desconformidad en mis labios que era asiduo. Era como la perra de abuela, pero en masculino y más joven, y con menos motivos para ser perro.
Los días fueron pasando y pasando, recordaba la negación de mi esposa por tener hijos al igual que las últimas palabras de mi abuela. Ambos fragmentos de mi vida estaban latentes una y otra vez, generándome una impotencia tan grande como a los cinco días de comprar mi auto y querer arrancarlo para no lograrlo. Mientras día a día veía a mi abuela en mi rostro, cada estúpido y aburrido día de mierda en que me lavaba los dientes frente al espejo, comencé a sentir que ella tenía razón. Pero nada iba a cambiar mis planes, nada.
Le compré un celular nuevo a mi esposa, pero solamente era una pequeña trampa, porque ella no sabía que el celular figuraba a mi nombre, y por tal, podía acceder por la web de la compañía a una cadena de mensajes que aunque no esté el contenido, pude descifrar un patrón de mensajes. Había un ping-pong de mensajes de texto de un número que cuando lo agendé, vi en WhatsApp su foto de perfil. Era un moreno, de esos de piel tostada como si fuera hindú. Por el ancho de su espalda y lo que se veía de su medio cuerpo seguramente medía 15 cm más que yo, y apostaría a que su pene sería proporcionalmente más grande. A lo que cuál deduje fácilmente porque no quería tener hijos, no podría seguir cogiendo con ese negro, y que le siga dando como zorra en época de caza, seguramente no le dé la boca para meterse su miembro entero, y cuando la tengo en casa debe de estar como elástico estirado. Podría haber realizado una escena de macho pecho peludo, pito de hierro, barba de leñador, pero ese no es mi estilo. Decidí cambiar mi plan, y convertir toda esa frustración de los años perdidos en un acto que jamás nadie olvidaría, en algo tan épico que quizás algún escritor decida pasarlo a novela o cuento. Al estilo Saw, pero con menos sangre comencé a maquinar que haría con ella y con el Aladín de dos metros de altura.
Ella siempre hacía las compras en casa, todo lo traía ella, hasta los condones. Seguíamos teniendo relaciones a pesar de notar cierta monotonía en el sexo. Había perdido esa magia volcánica que teníamos, esa manera de quedar exhaustos como para pedir agua a señas. De todas maneras no me quedaba atrás, pensar en esa versión de metrosexual con la que salía alimentaba mi ego, y sí, cogía más de bronca que por amor. Solo que algo había algo que ella no notaba, es que yo había pinchado todos cada uno de los condones, y había cambiado sus pastillas anticonceptivas que, por fortuna, venían en frasco y no en blíster. Por suerte, ponía placebos que conseguía de un amigo médico para su investigación. Había esperado con gran paciencia que llegara el momento, y al transcurrir tres meses sucedió. Ella se levantó a las 3:00 AM a vomitar. Yo tenía claro que la había dejado embarazada, aunque claro, podría ser del otro, pero si tanto se cuida conmigo de seguro que lo hace con el otro. Era el momento del Jaque, cada 3 días le venían más vómitos, para ese momento debió de sospechar, pero yo seguí calculando mis movimientos.
Ahora bien, en ese momento estudié dos posibilidades; una, era que me dijera  que estaba embarazada, la otra que lo negara. Sea lo que sea llegaba el momento clave, podría hasta abortar, pero necesitaría asentarse unos días. Un día dije faltar a mi trabajo para hacerme un chequeo médico, y pocos días después le dije lo que le tenía planeado a la hija de puta. Le expliqué que soy estéril. Claro que fue mentira, pero su cara de póker de la muy sucia casi me hace escapar una sonrisa diabólica, era como leerle la mente. Ella creía que estaba embarazada del otro con el que se seguía escribiendo. Luego la mejor parte. En casa para ella fueron unos diez días de terror. Le crecía la panza y nada podía evitarlo, y en complicidad de mi secretaría, que para nada tuve nada con ella, desaté la mejor parte de mi plan. Un mensaje me llegó, fingí estar anonadado, le dije a mi esposa que una amiga descubrió que le pegaron el sida, y le mostré que quien creía que fue. Me mandó la foto del amante de mi esposa. Corrió al baño para ir a vomitar, le pregunté si estaba bien y que si quería ir al médico, pero no había manera de convencerla. Si les soy sincero pensé que iba a gozar ese momento, pero no fue así. Ella jamás me dijo la verdad, no pude descubrir de quien era el bebé, la muy sucia cometió suicidio por no tener el valor de decirme que ese embarazo era con otro, y que ese le pegó un supuesto sida que debió de creer que a mí también. No esperaba un acto tan cobarde de su parte, no era a lo que quería llegar. Aunque, explicarle a la policía de que esa no era mi idea se me hizo difícil cuando interrogaron a mi secretaria y contó lo de “la broma de su sida”. Ataron los cabos sueltos y se arruinó mi plan.

El pacto con la muerte




Y allí estaba la muerte, caminando entre los humanos, sin que nadie se percate de su presencia. Era la parca, como todos conocen, de rostro esquelético, sin piel ni carne, con su túnica negra más que conocida, la cual a la altura de su estómago le jugaba de cinturón una cuerda común y corriente, donde del centro un extremo predominaba y colgaba un reloj de arena. Su capucha cubría su cabeza, o mejor dicha calavera, sin dejar ocultar su rostro, sus huecos ojos, su mandíbula y dientes al desnudo, como el tono gris apagado de todos sus huesos. Sus manos flacas y huesudas, en una de ellas se veía la guadaña que la caracteriza, y en su otra mano un pergamino, el cual al abrirlo, se extendía al suelo, continuando su trayecto como una alfombra infinita que no terminaba más. Allí estaba en orden los nombres de quienes iría a visitar, para pasar raya a su vida. La muerte paseó, pero esa ciudad que nadie conoce, se deslizaba por el suelo, ya que sus pies no se veían cubiertos por su túnica, y la manera en que su altura nunca cambiaba lo confirmaba más aún. Observó a un hombre mayor de bigote, cuya panza no le permitiría a sí mismo observar sus propios pies, serio esperando el semáforo, para cruzar la calle, de un fino traje y maletín que daba a entender que era algún empresario o ejecutivo, quizás. De pronto el señor miró su reloj, y de un momento a otro se suspendió de toda realidad, todo era negro, hasta que una cortina de niebla fue viajando por el suelo hasta sus pies, y vio a la muerte a su frente.

— ¿Quién eres? —Preguntó serio aquel señor, al engrandecerse sus ojos, e inflar su pecho como un sapo en señal de guardia.

—Soy la muerte —dijo la muerte. Su voz era escalofriante, tenía un tono que predominaba, parecía un locutor de radio, con voz de seductor y grave, pero se repetía otra más resonante y áspera en ella, que le repetía sus palabras en una pequeña fracción de segundo, esa segunda voz jugaba como su propio eco.

— ¿Y qué quieres? —Preguntó el hombre apagado como su mirada.

—No necesito decírtelo, es más que lógico, que mi presencia no es para venir a saludarte.

—Entonces me toca morir —afirmó el señor. Pero él no responder de la muerte, le hizo a sí mismo contestarse su propia pregunta. Y poco a poco la parca se acercó él, flotando entre la niebla, tomó su guadaña entre sus manos, y la atinó hacia atrás, pronto para ejecutarlo.

—NO… ESPERA —detuvo el señor —. No quiero morir —. Continuó más calmo.

—Dame un motivo para vivir —dijo la muerte.

—Yo tengo una vida, una familia, un buen trabajo. Tengo asuntos pendientes, no quiero terminar mi vida aquí —Y la muerte, sin compasión y sin contestar, lo atacó con su guadaña, y justo antes de llegar el filo en su cuello, la pesadilla se desvaneció.

El hombre volvió a la realidad, a punto de cruzar la calle, pero un dolor en su pecho no le permitió caminar más. Su brazo izquierdo se durmió, y calló al piso agonizando. Mientras las personas alrededor lo asistían, la muerte lo observaba, y cuando dejó de respirar, ella se marchó.
La parca continuó con su viaje, entró en una facultad, observó a una joven rubia de no más de 25 años, con varias carpetas abrazadas tapando su pecho. Sus Rasgos eran delicados, sus curvas pronunciadas, y al bajar por unas escaleras el proceso se repitió. Ella se suspendió de la realidad como el hombre ya mencionado, dejó caer sus carpetas, impactada de lo que pasaba, y tras un agitar la vio a la muerte, acercarse a ella.

—No —gritó ella entre llantos —. Esto tiene que ser un sueño.

—Uno del que no despertarás —contestó la muerte.

—No por favor, no… no quiero morir —dijo ella moviendo su cabeza a un lado, dando algunos pasos hacia atrás. Aterrada intentó correr, pero al dar la vuelta, la muerte también estaba allí.

—No importa que tanto corras, no hay lugar en donde esconderte de tu destino —dijo la muerte, hablaba sin mover su mandíbula huesuda.

—No quiero morir —dijo ella llorando, cayendo de rodillas mientras sujetó su cabeza con ambas manos, no aceptaba la situación. Y la muerte tomó su guadaña, atinó hacia atrás, y antes de ejecutarla, se quedó unos segundos inmóvil.

—Dame un motivo para vivir —dijo la muerte como a su anterior víctima, y lo hacía con todas.

—No quiero morir —solo dijo ella con sus ojos enrojecidos. Y la guadaña viajó hasta su cuello, y antes de su filo tocar su fina piel pálida, ella volvió a la realidad, como si nada hubiera pasado, como si nada recordara. Tras un paso en falso resbaló en un escalón, rodó sobre la escalera, y mientras dos personas se acercaron a ella, la vieron desmayada allí.

—Ve a pedir una ambulancia —dijo uno a otro, y el segundo tras salir corriendo se acercó a donde la muerte estaba parada, pero no la vio, y la traspasó como el espectro que era.

La muerte siguió su camino, estaba nuevamente en la calle, y vio a un joven de campera negra y pantalón de igual color, ya a mitad de camino cruzando la luz verde a pie. Él era de aspecto caucásico, de pómulos marcados, más su piel pálida y cabello ennegrecido, le daba cierto tono oscuro. Caminaba con toda la tranquilidad del mundo, y con sus ojos serenos, pero firmes, casi ni parpadeaba y si lo hacía, no se notaba. Allí él como a los demás fue suspendido de toda realidad, detuvo su paso, pero sin nervio alguno, bajó la mirada para presenciar la niebla que tapó sus pies, enarcó una ceja sin entender lo que sucedía, pero no demostró asombro alguno. Luego levantó la mirada a su frente, ambos se miraron uno al otro, una pausa algo incómoda, cerca de dos minutos hubo allí.

— ¿No vas a decir nada? —Preguntó la muerte con normalidad.

—Eres la muerte, no hay otra opción —contestó el joven con simpleza. No estaba claro si es que no tenía miedo a morir, o era lo que quería. Ese muchacho era tan frío que no se podía delatar sentimiento alguno, solo una extraña y calma frialdad, igual a la muerte a su frente.

—Llegó tu hora humana, hoy es el día de tu ejecución —anunció la muerte, presentando sus manos en su guadaña al atinarla hacia atrás.

—Me lo suponía, no creo que vengas a saludarme o a contarme un chiste —dijo sarcástico el joven. La muerte quedó sorprendida, si bien no tenía piel en su rostro para demostrar gesto alguno, la pausa en que permaneció con su guadaña sin moverla lo predijo. Y tras otro minuto de silencio incómodo, la muerte decidió hablar.

—Dime un motivo para vivir —dijo al fin la muerte.

—Dime un motivo para morir —contestó al instante el joven, sereno como si fuera un encuentro normal. La parca bajó su guadaña, no encontró respuesta para un humano, que reaccionó de tal manera común.

—En todos estos milenios, nadie me ha dicho algo así —dijo la muerte, calma y serena para hablar, igual que el joven a su frente.

—No sé si sentirme halagado o excéntrico, pero si tú me pides a mí un motivo para vivir, yo te pido un motivo para morir —dijo el joven, quien no cambiaba el tono de su voz, hasta se dudaría si era un robot o un ser humano, por la frialdad de sus respuestas automatizadas.

—Eres la primera persona, a la que no tengo que contestarle, postergaré esta visita para otro momento

—dijo la muerte, le perdonó la vida.

—Tomate tu tiempo —dijo el joven como si nada, ni agresivo, ni agradecido.

—A todos les llega su hora, desde que nacen comienzan a morir, yo solo doy fecha final, solo un número de años a contar.

—Lo tengo claro, pero no te preocupes. No huiré de ti, será perder el tiempo, algún día me tendrás que venir a visitar.

—Ese día llegará, hasta la próxima vez, humano —dijo la muerte, y se marchó. Para eso el joven volvió a la realidad, estaba en medio de cruzar la calle, y justo al volver volteó su rostro a un lado, tenía a un auto a punto de arrollarlo, que por milagro reaccionó, y en un trote ágil lo esquivó, aunque el espejo retrovisor golpeó y rompió en su brazo. No se llevó de ninguna herida letal. El conductor se vio impactado, estaba hablando por teléfono y distraído, no vio la luz roja que casi lo mata. No estaba claro si la muerte le salvó la vida, o simplemente decidió no matarlo.


— ¿Estás bien? —Preguntó el conductor al joven, exaltado y agitado.

—No debería hablar por teléfono mientras maneja —contestó calmo el joven, se dio la vuelta y continuó su camino, como si tal evento fuera del día a día.

Pasaron 80 años, la muerte siguió con su responsabilidad, y tras miles y miles de ejecuciones, jamás encontró a otra persona que contestara como aquel joven. Todas sus víctimas, si no suplicaban o rogaban por su vida, quedaban atónitas sin reacción posible, más algún que otro psicópata, que la recibió con agrado, esperando morir, pero ello no era motivo para perdonarle la vida a nadie. Ejecutó personas sin discriminación, edad, sexo, posición social, estado de salud, planes a futuro o no, los ejecutó sin remedio. Un día la muerte se fue hasta la camilla de un hospital, y lo vio a un anciano demacrado con equipo de respiración, ese hombre tenía más de 100 años de edad. En un momento toda realidad se desvaneció para él, como a los demás la muerte se le presentó, pero el viejo estaba de pie a su frente.

—Te tardaste mucho —dijo el anciano —. Pensé que te habías olvidado de mí —. Continuó con calma, ese anciano era el joven que una vez perdonó su vida.

—Hace mucho tiempo que no te veo, estás muy cambiado, pero de todas maneras sé quién eres —dijo la muerte.

—No te he visto desde aquella vez hace 80 años, pero sé que tú lo has hecho.

— ¿Y cómo lo sabes? —Preguntó la muerte, con un variante en su voz, que si tuviera labios diría que sonrió al decirlo.

—Fui testigo de la muerte de todos mis hijos y mis nietos, hasta de algún bisnieto, no te he visto, pero sé que te has presentado a ellos como a mí aquel día.

—Y siempre te vi tan calmo y sereno, como en el día en que te conocí.

—Yo estoy muy cambiado, me parece que estás delgado, pero en fin eres puro hueso —dijo con algo de gracia el viejo.

—Un día ejecuté a un ladrón, y me sorprendió su respuesta. Cuando le pedí un motivo para vivir, me preguntó si yo era aquel hombre que asaltó hace días atrás, me explicó que nunca temió ni se sorprendió al verlo, y se asustó de su frialdad y serenidad —contó la muerte.

—Un sujeto de barba desarreglada si no me equivoco, de ojos claros y consumido por la droga —apreció el anciano.

—Ese mismo —afirmó la muerte.

—Se asustó al verme, pero en fin, sé que vino a robarme ese día. Fue hace 50 años más o menos, si no te temí a ti, no tenía motivo para temerle a él, más aún si no te has hecho presente.

—Me confundió contigo humano, pensó que tú eras la muerte.

— ¿Le has perdonado la vida a alguien más? —Preguntó el viejo.

—A nadie, has sido la segunda persona que conocí, que deja sin respuesta a la muerte.

—¿Y quién ha sido la primera?

—Ese he sido yo milenios atrás, y tras ello, a la hora de morir me convertí en lo que soy.

—Entonces me convertiré en la muerte —concluyó el viejo.

— ¿Qué has hecho de tu vida? —Preguntó la muerte.

—No mucho, comí cuando tuve hambre, bebí cuando tuve sed, dormí cuando tuve sueño. Los médicos han dicho que he vivido hasta ahora debido a mi sano corazón, mis latidos siempre han sido calmos, sin sobresaltos algunos, y por ello mi larga vida, aunque pensé que te habías olvidado de mí.

—Jamás me olvidé de ti, solo esperé a que te llegue la hora, y fue tu temple como la mía, la que te ha dado tantos años de vida, pero todo cuerpo envejece, ni yo mismo puedo retrasar tu muerte ahora.

—Entonces a lo tuyo —solo dijo el anciano. Y la muerte atinó su guadaña, dio el golpe, y al llegar el filo a su cuello, rebanó su cabeza cayendo al suelo, mientras su cuerpo en su camilla dejó de latir. La muerte lo vio a él allí, como murió después de tanto tiempo, pero detrás de ella estaba el viejo, su alma seguía allí.

—Así que esto es lo que viene después de la vida —dijo el viejo.

—No exactamente, como yo hay otros, somos pocos, pero mantenemos el equilibrio en el mundo ejecutando a los humanos. Cada vez hay más en el mundo, y si bien somos seres atemporales, se nos hace algo arduo eliminar a la larga lista que cada uno posee. Como yo un día me convertí en lo que soy, hoy tú ocuparas la misma posición que cumplo yo. Cumplirás tu papel, como la muerte.

— ¿Alguna recomendación? —Solo preguntó el viejo.

—No tengo nada que decirte, eres igual a mí a lo que era en vida, sabrás qué hacer,  estoy seguro de que tomarás las mismas decisiones que yo, tu única diferencia será tu lista, solo los  nombres que verás anotados.

—Bien, pero esta no será mi forma, me imagino —dijo el viejo, y poco a poco cuando la muerte presentó su dedo huesudo en su frente, su cuerpo astral se prendió en fuego fatuo, un fuego azulado que consumió lo que era su carne y piel fantasmal. Y tras quedar hecho huesos, poco a poco apareció sobre él la misma túnica de quien le dio el título de la muerte, más otro reloj de arena, una guadaña, y una lista de sus ejecuciones.

—No tengo nada más que decirte, ya sabes lo que tienes que hacer —dijo la muerte.

Quiero estar contigo sea como sea






Quiero estar contigo porque este sentimiento hacia a ti es único y sin fronteras, porque cada vez que recuerdo tu rostro mi corazón se calma, porque cada vez que estudio la posibilidad de tenerte en mis brazos comienzo a transpirar como un animal. Aunque, esa belleza angelical de tu piel de porcelana con mínimo de maquillaje, el castaño de tu cabello que decae de tus hombros como una fresca cascada y el brillo de tus ojos que opaca a todas las demás mujeres, es demasiado para mí. Lo sé. Soy gordo, paso de los cien kilogramos, mis dientes son desalineados comparados con tu perfecta dentadura, Mi rostro es horrible, todo por la quemadura que sufrí de niño, que dejó desde mi boca hasta por encima del ojo ese efecto plastificado.
Siempre supe que jamás te fijarías en mí, pero siempre me dijeron que cuando alguien quiere algo tiene que luchar por ello.
Desde el día en que te conocí en aquella caja del banco, supe que eras para mí. Cuando me atendiste ese día, tu sonrisa fue sincera, no tuviste esa primera impresión de mí que tiene la gente cuando ve lo horrendo que soy. Tus ojos, serenos como un lago, me irradiaron confianza. Hice mi depósito y sonreíste con un encogimiento de hombros como el de una dulce niña.
Quedé perplejo contigo, me enamoré de ti a primera vista, sentí que contigo acabaría con esa ausencia de amor en mi vida. Nunca nadie me quiso. Mi padre murió cuando tenía un año y mi madre nunca cuidó de mí con cariño, fue por su imprudencia que tuve ese accidente con el agua hirviendo, aunque no sé qué tan accidente fue, por así decirlo.
Mi plan se había puesto en marcha: tenía que enamorarte, pero claro, siendo tan horrendo tendría que darlo todo. Flores y chocolates no serían suficientes, tenía que hacer algo tan glorioso que poco a poco encontraras algo en mí que no hayas encontrado en nadie más.
Mis años de soledad me permitieron esconderme detrás de libros y de mi computadora, por lo que mi mente se desarrolló bastante bien, casi era un nerd; en fin, toda esa experiencia daría frutos. Ana Rodríguez, lo vi en el carné que llevabas en tu voluminoso busto y nunca lo olvidé. Creé una cuenta en Facebook, usé fotos falsas de algún cantante que vi por allí y me apropié de su nombre. Claro, primero investigué un poco de él, tenía que demostrar sus gustos al realizar las publicaciones pertinentes. Lo hice con tacto.
Primero creé el perfil y solo subí tres fotos con su rostro. Luego, me encargué de tomar fotografías en plazas, obras de teatro, discotecas y la facultad en la que estudiabas. Nunca se vio a nadie en esas fotos, tenía que hacerlo bien. Antes de enviarte una solicitud de amistad, agregué a algunas amigas tuyas, claro, a esas que aceptan a cualquiera sin pensarlo dos veces para coleccionar amigos. Cuando ya teníamos ocho amigos en común, le di click en el botón “agregar amigos” de tu perfil de Facebook.
Al otro día, tú estabas allí, en el inicio de mi perfil falso.
Me mantuve por varios meses al tanto de todos tus movimientos, todos tus gustos y todas tus actividades. Agregué ciertas páginas que tú compartías, en especial esas de protección de animales y de un bar al que tú asistías; pero jamás me viste cuando estuve por allí, porque iba disfrazado y maquillado perfectamente, tan así que mi cicatriz no se veía. Nunca te percataste de mí. Era yo quien lo veía todo de ti.
Te reunías en ese bar todos los viernes a la salida de tu trabajo en el banco, salías a las 19:00 y 19:30 caías con tus amigas. Siempre fui prudente, me vestí de distintas maneras para que no me reconocieran allí, hasta llegué a usar zapatos muy discretos de plataforma para poder esconder mi verdadera altura; su anatomía precisa al hacerlos a mano no dejaba ver que eran de plataforma. Me doy maña cuando quiero aprender algo.
Había pasado un año mientras me perfeccioné en la computación, me volví un hacker de los mejores y sin que te percataras entré un día en tu Facebook. Leí todas tus conversaciones a diario, todas tus charlas con tu madre y tus amigas, hasta los mensajes de hombres invitándote a salir, los cuales nunca contestabas. Pero mi pulso se puso a mil cuando vi que un hombre, compañero tuyo del banco, te había enviado una solicitud y habían mantenido charlas hasta altas horas. Alan Black, el nombre al cual puse en la lista negra. Tuve que desviar mi plan hacia él, estabas muy interesada, bien lo leí en tus conversaciones de Facebook con dos de tus amigas. Lo supe siempre todo de ti y ahora lo haría con él.
El plan fue simple. Cuando ustedes dos estaban en el clímax de sus charlas y él te invitó a salir, solo tuve que hacer un par de movimientos en mi computadora. Conseguí pornografía infantil en formato digital y realicé grabaciones en unos CDs, hackeé su facebook y desde su identidad comencé a ofrecerlo de manera discreta a pocos contactos, los contactos de él, los cuales ya había hackeado de antemano y sabía que serían capaces de aceptarlos. Tomé cinco de sus contactos, los hackeé a todos y le escribí en nombre de ellos pidiendo de manera discreta el material. Elaboré conversaciones falsas de ambos lados manipulando el material ilícito. Luego, cuando sabía que él no estaba en su casa en la noche, entré en ella y dejé los CDs bajo su sillón. Estuvieron allí sin que él mismo lo supiera, hasta que mi denuncia anónima llegó a la policía.
Fue terrible verte sufrir cuando descubriste ese secreto creado por mí. Alan pasó de ser tu principe azul a un sucio cerdo de un día para el otro, despedido del banco y tras las rejas, y lo mejor, fuera de tu vida. Lloraste como nadie. Me dolió tener que hacerlo, pero yo quería estar contigo y haría todo lo que fuera necesario.
Luego, la siguiente parte del plan: mi entrada. Tenía que ser sigilosa, sin mayores sobresaltos, sentía que serías mía. Sabía de tus gustos musicales, lo sabía todo de ti, “Lo dejaría todo” de Chayanne era el tema que tanto te erizaba la piel, como lo vi en los chats con tus amigas. Fui a hacer el trámite en el banco aquel día, y en el momento de cobrar un cheque, justo cuando tú ibas a atenderme, mi celular sonó. Si bien era la alarma programada por mí, la canción era esa, “Lo dejaría todo”. Fingí que corté una llamada mientras el guardia de seguridad me fulminaba con la mirada, y me disculpé contigo. Recuerdo como se iluminó tu rostro al escuchar esa canción, tenía que demostrarte que teníamos algo en común aunque fuera falso. Ya me conocías del banco y ahora sabías que compartíamos un gusto por algo.
Un viernes fui a ese bar, pero mostrándome como soy en realidad, lo había hecho una hora antes de tu llegada y me senté en ese lugar que tú siempre ocupabas con tus amigas. A la hora calculada pagué, justo cuando tú llegaste, y fingí no notar tu presencia, pero un exquisito perfume de mujer me advirtió que te acercabas. Finalmente al levantarme, te acercaste a saludar, sacudiendo tu mano con elegancia mientras tus amigas me miraban como si fuese “una cosa”. Solo intercambié un “hola” contigo, pero tú te dispusiste a charlar.

—Tu eres del banco —me dijiste alegre. Eso salió mejor de lo que esperaba, no pensé llegar a tanto.

—Si, soy yo, qué coincidencia, comencé a venir a este lugar porque me resulta agradable —contesté con seriedad y una muy discreta sonrisa, sin mostrar demasiada confianza.

—Yo me llamo Ana, un gusto. —Y me cediste la mano.

Mi piel se derritió al contacto con la tuya, sentía que tocaba el cielo con las manos, placer de los dioses.

—Me tengo que ir, tengo que alimentar a mi perro —dije, y te pusiste más alegre.

—Ay... ¿En serio? Me encantan los animales —soltaste como una niña.

—Veo que tenemos algo en común. Nos vemos —dije para retirarme. No lo podía alargar más, tenía que ser sutil.

Sentí por lo bajo cómo una de tus amigas me dijo “ogro”, pero no me importó. Esa noche en la madrugada descifré quien había hecho ese comentario de mí al controlar tu Facebook. Una tal Laura bromeaba sobre mí, sobre el bicho feo y horrendo con quien fuiste gentil. Me puse feliz cuando me defendiste, alegando que era una buena persona, además de la coincidencia de la canción de Chayenne. Lo había hecho bien, recordaste ese momento que ayudaría a conquistarte.
Sobre Laura… Las amigas en una mujer son muy influyentes.
Otra vez te vi llorar, me dolía, lo veía en tu Facebook las noches que siguieron y en lo apagado de tu rostro cuando iba semana a semana a cobrar mis cheques. En mi tercera visita al banco, viéndote triste como las veces anteriores, te pregunté si te sentías bien mientras contabas el dinero. Brevemente me recordaste a esa Laura con la que nos cruzamos aquel día en el bar y me comentaste lo sucedido. Tengo que confesar que me costó demostrar sorpresa.
Todo estaba listo, solo necesitaba la puntada final. Ya me había ganado de alguna manera tu confianza, pero no podía crear un Facebook auténtico y simplemente enviarte solicitud... Tenía que ser glorioso, único, hacerte sentir que te protegía.
Mi plan era que te asaltaran un viernes camino al bar, y yo sería el héroe. Le había pagado a un vándalo una suma muy exagerada de dinero solo para que él, en el lugar que le indiqué, justo en esa esquina intentara robarte la cartera y yo lo detuviera, recuperándola y dejándolo huir después. Le di 5000 dólares en el momento de hablarlo y le daría otros 5000 si todo salía bien. Era perfecto, él te robaría, yo te salvaría, así podría invitarte al bar al ganarme tu confianza y allí hablarte de lo que sabía que te gustaba, ya que por un año estuve espiándote en secreto. Sabía todo de ti, de la mujer que se robó mi corazón.
El momento había llegado. Cuando desde la otra calle te vi llegando al bar, miré al sujeto, quien me devolvió la mirada con discreción. Asentimos a la vez, sabíamos lo que teníamos que hacer, lo habíamos practicado muchas veces. Tú caminabas usando tu celular, perdida de lo que pasaba a tu alrededor. El sujeto estaba cinco metros detrás de ti y yo otros cinco detrás de él. Me puse alerta, nada podía salir mal, era el momento de mi vida, sentía cómo la sangre viajaba por todo mi cuerpo más los nervios que me revolvían el estómago. Cuando él te tomó por sorpresa del brazo, te habló al oído, entonces volteaste y me miraste espantada, y te cubriste detrás de él. Enronces me di cuenta que algo no andaba bien.
El sujeto al que le había pagado se giró hacía mi sacando su arma, mientras otros dos me tomaron de los brazos por atrás.

—Estás arrestado —dijo al estar ya frente a mí.

Una vez en la cárcel descubrí mi gran error. Alan no era un funcionario del banco, era un oficial infiltrado investigando el origen de mis cheques semanales ya que no eran de origen legal. Cuando lo culpé de traficar pornografía infantil fingieron el arresto, todo había sido un plan elaborado de la policía. Me investigaban por girar cheques falsos y cuando realicé la farsa descubrieron mis habilidades informáticas. Lo supieron todo, menos del asesinato de Laura.
En fin, aquí estoy, amada mía, a punto de ser condenado a cadena perpetua. Todo está perdido, me convertí en lo peor que podías imaginar. Pero finalmente, como mi condena no podía ser peor, me deleité al confesar cómo yo mismo asesiné a Laura.