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El plan

Mi nombre es Óscar, y les contaré un poco de mi vida y de lo que me sucedió.

Crecí bajo el techo y la tutela exigente de mi abuela. Mi madre, que fue su hija, madre soltera y alcohólica crónica, no le costó mucho que el cáncer de hígado tocara la puerta de la muerte por su vicio. Mi novia, Caren, creció en una familia de mierda. Literalmente, una familia muy de mierda. Cuando ella tenía 13 años, su hermano mayor solía espiarla mientras se cambiaba. Su madre, adicta al juego, se gastaba lo que el honrado de su padre ganaba a duros esfuerzos. Él si era un buen hombre, pero cuando Caren cumplió 15 años su madre se suicidó, debía dinero a un pueblo, y apareció un amante de malos pasos, dueño de algunos negocios, a quien le había vaciado la cuenta del banco. Así fue como su padre, al igual que mi madre, se ahogó en el alcohol.
Jamás le hizo daño, pero no era capaz de cuidarla, menos de su degenerado, sucio, tarado, e idiota incesto de mierda de su hermano. En ese momento Caren tenía 15 y yo 17, llevábamos 3 años de relación y sabíamos lo que queríamos. Mi abuela jamás me ocasionó problemas, pero no me brindaba amor desde su rol de abuela o como madre. A veces, sentía que yo era una “obligación” bajo su cargo, y no su nieto. Aun así ella se encargó de cuidarme, me tenía siempre el ojo en la mira por si la "herencia" alcoholica de mi madre despertaba. Constantemente le contaba a mi abuela de los planes con mi novia, de conseguir trabajo cuando tuviera la mayoría de edad y formar una familia con ella. Pero, mi abuela sospechaba mucho de Caren, decía que cuando no me necesitara me daría la espalda.
Eso fue un poco de nuestra juventud, quizás un poco cliché. Dos jóvenes con vidas tormentosas, superando los obstáculos de la vida, en la travesía de ser ejemplos para nuestros hijos. Pero las cosas no son como en los cuentos de hadas o películas, las cosas malas le pasan a la gente mala, pero también a la buena. No hay nada que dictamine a quien le pueda pasar qué. En fin, hoy cumplimos 6 años de novios, más 10 de casados. Casi toda nuestra vida de recuerdos fueron juntos, nos conocíamos tan finamente que con gestos podíamos hablarnos. Muchos dirán que es lo más romántico, dulce, hermoso, sublime conexión que unen nuestros lazos hasta el infinito y más allá ida y vuelta con gastos pagos. Pero no, es aburrido, es monótono, una y otra vez comiendo la misma carne con la misma sazón por más feo que suene. Cuando cumplí 21 años y ella 18 nos casamos. No fue un plan romántico con un anillo dentro de su postre en un restaurante de alta cocina. Ni un camino de pétalos de rosas hasta la habitación para escribir con ellos “cásate conmigo”, y no es que sea mi idea por ser un romántico sin admitirlo, lo hizo el idiota y mente vacía de mi mejor amigo, y le dijeron que no.
A mi abuela lo no le gustaba Caren, lo dejaba en claro por su manera cortante y seca en su trato con ella. Aun así, Caren jamás discutió con mi abuela, y mi abuela jamás buscó incomodar a Caren. Simplemente, a mi abuela no le agradaba Caren, y mi novia soportaba eso mientras no hubiera problemas. Dos años después de casarnos, mi abuela sufrió un infarto, ya tenía 85 años y no era evitable la muerte, aunque ella era de fierro. Cuando estaba de visita mientras seguía internada, abrió los ojos buscándome, tomé su mano con delicadeza, pero la quitó, ya que la usó para señalarme.
—Caren un día te va a hacer mierda la vida —dijo con calma, pausada, y entrecortada.
Esas fueron las últimas palabras de mi querida abuela. Sí, mi abuela era una perra de collar fino, pero lo digo en serio, era la persona más desamorada, cruel, insensible, e ingrata que haya conocido. No exagero, solo le faltaba comer comida para perro y caminar en cuatro patas para ser una total perra, porque gruñir ya lo hacía cada vez que una de sus reglas no se cumplía. Y muchos pensarán que cuando una persona está por morir, olvida todo lo malo y recuerda lo bueno, pues no, mi querido amigo fanático de las historias de Disney, esas cosas no pasan. Su muerte marcó mi vida, no fue que la extrañé ni nada por el estilo, simplemente fue el día en el que decidí mi plan, mi plan de vida. Ya estaba casado con Caren,  heredé la casa de la perra de mi abuela, que para nada era una cucha de perro, y comencé una carrera.
Así pasaron los años, trabajamos, yo estudié, ella me atendía, trabajamos en equipo hasta que me recibí y conseguí un buen trabajo. Ahorré dinero como un pobretón a pesar de triplicar mis ingresos, para comprar un auto al contado. Solamente faltaba lo último del plan de mi vida, solo una cosa me separaba de la satisfacción perpetua del sueño americano, un hijo. Era solamente tener un hijo lo que me faltaba. Caren y yo salimos de vidas de mierda, nos juntamos y logramos juntos un castillo lleno de momentos felices. Estaba la casa, el auto, ahorros, los muebles, un estúpido e inútil perro de esos que parecían caniches, más pequeño que el aburrido y gordo gato de mierda que dormía todo el día y orinaba la cocina. Pero así y todo, éramos unos ejemplos a seguir de nuestros pocos allegados, al tal punto que el mejor amigo de mi esposa quería que fuéramos los padrinos de sus hijos. Cosa que no pasó porque no quiero ahijados con la cara de nada de su padre o el rostro masculino de su madre, esas dos cosas eran feas y no me imaginaba el producto de ambos. Sería horroroso, no los soportaba y los evitaba. Creo que eso eran los genes de mi abuela, ese asco por ciertas personas que aunque sepa que esté mal, no puedo negarme mí mismo lo que siento.
Lo que sucedió un día me destrozó el alma como mi perro al almohadón de mi sofá nuevo, Caren no quería tener hijos. No lo entendía, lo teníamos hablado hace tiempo, queríamos tener dos hijos hermosos y en lo posible una nena y un varón, fue una sensación tan frustrante, peor que cuando el pelado hijo de la gran puta de mi profesor rebotó mi tesis por no llevarse quien con quien la hice. Ese maldito viejo con cara de pedófilo con los ojos torcidos como si la gorda de su esposa se le sentara en la cara todos los días, me negó la tesis. Y aun así, en ese momento que Caren me dio la noticia fue peor. Ella me demostró miedo sin sentido a mi parecer, justificándose en la seriedad de mi rostro que le hizo acordar a la perra de mi abuela. Que ciertamente, días después le di la razón sin decirle, cuando me miré en el espejo, tenía sus ojos serios y temerarios, era solamente vestirme de verde para ser un coronel del ejército. La misma postura estirada sacando pecho, y un gesto de desconformidad en mis labios que era asiduo. Era como la perra de abuela, pero en masculino y más joven, y con menos motivos para ser perro.
Los días fueron pasando y pasando, recordaba la negación de mi esposa por tener hijos al igual que las últimas palabras de mi abuela. Ambos fragmentos de mi vida estaban latentes una y otra vez, generándome una impotencia tan grande como a los cinco días de comprar mi auto y querer arrancarlo para no lograrlo. Mientras día a día veía a mi abuela en mi rostro, cada estúpido y aburrido día de mierda en que me lavaba los dientes frente al espejo, comencé a sentir que ella tenía razón. Pero nada iba a cambiar mis planes, nada.
Le compré un celular nuevo a mi esposa, pero solamente era una pequeña trampa, porque ella no sabía que el celular figuraba a mi nombre, y por tal, podía acceder por la web de la compañía a una cadena de mensajes que aunque no esté el contenido, pude descifrar un patrón de mensajes. Había un ping-pong de mensajes de texto de un número que cuando lo agendé, vi en WhatsApp su foto de perfil. Era un moreno, de esos de piel tostada como si fuera hindú. Por el ancho de su espalda y lo que se veía de su medio cuerpo seguramente medía 15 cm más que yo, y apostaría a que su pene sería proporcionalmente más grande. A lo que cuál deduje fácilmente porque no quería tener hijos, no podría seguir cogiendo con ese negro, y que le siga dando como zorra en época de caza, seguramente no le dé la boca para meterse su miembro entero, y cuando la tengo en casa debe de estar como elástico estirado. Podría haber realizado una escena de macho pecho peludo, pito de hierro, barba de leñador, pero ese no es mi estilo. Decidí cambiar mi plan, y convertir toda esa frustración de los años perdidos en un acto que jamás nadie olvidaría, en algo tan épico que quizás algún escritor decida pasarlo a novela o cuento. Al estilo Saw, pero con menos sangre comencé a maquinar que haría con ella y con el Aladín de dos metros de altura.
Ella siempre hacía las compras en casa, todo lo traía ella, hasta los condones. Seguíamos teniendo relaciones a pesar de notar cierta monotonía en el sexo. Había perdido esa magia volcánica que teníamos, esa manera de quedar exhaustos como para pedir agua a señas. De todas maneras no me quedaba atrás, pensar en esa versión de metrosexual con la que salía alimentaba mi ego, y sí, cogía más de bronca que por amor. Solo que algo había algo que ella no notaba, es que yo había pinchado todos cada uno de los condones, y había cambiado sus pastillas anticonceptivas que, por fortuna, venían en frasco y no en blíster. Por suerte, ponía placebos que conseguía de un amigo médico para su investigación. Había esperado con gran paciencia que llegara el momento, y al transcurrir tres meses sucedió. Ella se levantó a las 3:00 AM a vomitar. Yo tenía claro que la había dejado embarazada, aunque claro, podría ser del otro, pero si tanto se cuida conmigo de seguro que lo hace con el otro. Era el momento del Jaque, cada 3 días le venían más vómitos, para ese momento debió de sospechar, pero yo seguí calculando mis movimientos.
Ahora bien, en ese momento estudié dos posibilidades; una, era que me dijera  que estaba embarazada, la otra que lo negara. Sea lo que sea llegaba el momento clave, podría hasta abortar, pero necesitaría asentarse unos días. Un día dije faltar a mi trabajo para hacerme un chequeo médico, y pocos días después le dije lo que le tenía planeado a la hija de puta. Le expliqué que soy estéril. Claro que fue mentira, pero su cara de póker de la muy sucia casi me hace escapar una sonrisa diabólica, era como leerle la mente. Ella creía que estaba embarazada del otro con el que se seguía escribiendo. Luego la mejor parte. En casa para ella fueron unos diez días de terror. Le crecía la panza y nada podía evitarlo, y en complicidad de mi secretaría, que para nada tuve nada con ella, desaté la mejor parte de mi plan. Un mensaje me llegó, fingí estar anonadado, le dije a mi esposa que una amiga descubrió que le pegaron el sida, y le mostré que quien creía que fue. Me mandó la foto del amante de mi esposa. Corrió al baño para ir a vomitar, le pregunté si estaba bien y que si quería ir al médico, pero no había manera de convencerla. Si les soy sincero pensé que iba a gozar ese momento, pero no fue así. Ella jamás me dijo la verdad, no pude descubrir de quien era el bebé, la muy sucia cometió suicidio por no tener el valor de decirme que ese embarazo era con otro, y que ese le pegó un supuesto sida que debió de creer que a mí también. No esperaba un acto tan cobarde de su parte, no era a lo que quería llegar. Aunque, explicarle a la policía de que esa no era mi idea se me hizo difícil cuando interrogaron a mi secretaria y contó lo de “la broma de su sida”. Ataron los cabos sueltos y se arruinó mi plan.

La novia de negro


La novia de negro



Había tenido una jornada laboral bastante extensa luego de una discusión con los socios de la compañía en la que trabajo. Las cosas no estaban yendo bien, y entre todos no parábamos de señalarnos los unos a los otros, haciéndonos responsables de los números negativos. Llegado un momento decidí dejar de discutir, los diálogos superpuestos de todos se perdieron en mis oídos, eran palabras mezcladas sin sentido, hasta que ni se distinguían las palabras. Quizás alguien más me habló, y si lo hizo, lo ignoré. Solo deseaba llegar a mi casa, recostarme en mi sofá y beber algo de whisky al calor de la estufa. Pero tenía un montón de papeleo que odiaba en el asiento del acompañante mientras manejaba esa noche en plena ruta. Todavía me dolía la cabeza, me punzaba a tal punto que sentía mi pulso en ella. Al menos la noche era hermosa, la ruta estaba vacía, solo yo manejando mientras un conjunto de estrellas y la luna llena eran lo único que se veía en el cielo. Poco a poco me iba relajando, hasta que a lo lejos los faroles delanteros de mi auto reflejaron algo en medio de la ruta. Una silueta femenina interrumpía mi paso, poco a poco aminoré la marcha para distinguirla mejor. Mi corazón comenzó a latir a mil al apreciar a una joven de vestido negro a lo lejos, con un velo cubriendo su rostro. Ni parpadeé esperando que esto sea una ilusión. No creo en fantasmas, pero la estaba viendo, una presencia oscura en medio de la noche. Tomé coraje y aceleré, pero, ¿si no lo era? No era normal ver una mujer de negro, pero no podía arriesgarme a la mínima posibilidad de atropellar y quizás quitarle la vida a alguien y tener que justificarme con un “temí que fuera un fantasma”. Clavé los frenos en contra de mi voluntad, quería seguir de largo, pero mi inocencia no me permitía hacerlo. Preferí en ese momento ser testigo de una aparición fantasmal y orinarme en mis pantalones, a tener que lamentar una tragedia. Ella a paso veloz se acercó a la ventana de mi auto mostrándome su rostro joven y perplejo, los nervios estaban dibujados en sus rasgos delicados, su piel blanca a través de un velo negro, los labios negros y finos, y su delicado maquillaje negro bajo sus ojos exageraban ojeras; si las tenía, sin ese maquillaje apostaba mi auto a que de verdad tenía. Bajé el vidrio, finalmente hablé con ella esperando lo peor.

— ¿Qué quieres? —pregunté secamente, con mis manos tiesas sobre el volante que no paraban de temblar.

—Lo siento —dijo ella débilmente —. Sé que mi aspecto no es el mejor —continuó, y suspiré de alivio.

—Lamento ser tan cortante, es que tuve un mal día, y tu vestimenta en una noche como esta… ¿lo entiendes?

—Lo entiendo —asintió tras suspirar.

—Sube —le dije. Abrí la puerta del lado del acompañante y arrojé mis papeles en la parte de atrás para que pase.

Ella se sentó con timidez, con la mirada baja e incómoda como si fuera consciente de su apariencia de bruja. Usaba un vestido negro tenebroso, pero no feo, diría que muy bonito. Zapatillas negras de tacón bajo, guantes calados de color negro hasta los codos, todo en ella era negro, hasta el color de sus ojos como su labial y el resto del maquillaje. Humedeció sus labios demostrando incomodidad, hasta que me extendió su mano.

—Me llamo Marina —dijo ella.

Pero su mano quedó desnuda, temía tocarla. Observé su mano con atención, hasta que ella retiró su guante calado mostrando sus delicadas manos pequeñas de dedos delgados. Se le resaltaban el azul de sus venas, y las uñas, negras por supuesto.

—Perdón de nuevo —dijo ella, y al fin estreché su mano, sentí el frío de ella, me asustó, pero reflexioné sobre la temperatura de esa noche, era normal que estuviera así.

—No era que no quisiera saludarte —dije de tono grave y varonil, solo para evitar tartamudear, estuve a punto —. Es que una mujer de negro en la noche asusta —terminé de decir.

—Lo sé —sonrió ella de manera tímida —. Déjame explicarte. Mi novio y yo somos góticos, nos gusta vestir de negro y por ello como me ves. Mi familia no está muy de acuerdo al igual que la de mi novio pero lo respetan. Hoy íbamos a casarnos a media noche, pero mi auto sufrió una descompostura. Por favor, llévame —pidió de manera gentil.

—Bien, mujer, no te preocupes —asentí, con una sonrisa forzada, costaba asimilar la situación —. Dime dónde es.

—Por esta ruta son solo diez kilómetros, llevo caminando quince, estoy retrasada y temo que mi novio piense que me arrepentí a última hora —explicó ella.

Sus palabras fueron un puñal en mi corazón. Tragué saliva tras recordar como quedé cinco horas esperando en aquella boda, mi boda que nunca se celebró, porque ella nunca vino. Tenía que llevarla a toda costa.

— ¿Te molesta si manejo rápido? —pregunté decidido.

—Para nada. Es más, te lo pido por favor —rogó ella.

Arranqué el auto y marché en él como si fuera un auto de carreras, la adrenalina corría por mis venas, solo con la idea de evitar en su novio lo que a mí me sucedió en el pasado. Solo deseaba verlo allí, y decirle “tranquilo, aquí está”.

— ¿Entonces te casas de noche? —pregunté. ¡Qué pregunta la mía!

—La noche es parte de nosotros, no somos brujos ni satánicos como las personas nos tildan, somos góticos, es un estilo de vida —contó ella.

—Tranquila, mi sobrino tiene esas costumbres y es más bueno que el pan —sonreí para que entre en confianza.

—Gracias —dijo ella, y bajó la mirada.

Poco tiempo después observé una mansión inmaculada sobre la ruta, apenas el edificio se asomó a nuestra visual ella lo señaló. Parecía el castillo del conde Drácula, ¿pero qué más podía esperar? Paré el auto y toqué bocina a varias personas, esperaba los gritos de asombro de las mujeres y el festejo de los hombres, pero nada. Todos me observaron con recelo, como el desconocido que soy. Bajé de mi auto y me acerqué al más próximo, pero cuando me di cuenta, Marina estaba detrás de mí. Me jaló de la muñeca de mi traje para llamarme, me mató su mirada de perro mojado. Bueno, quien sabe si el novio todavía estaba, y esto necesitaba explicaciones.

—Vamos, dile que estás aquí —le dije a ella en voz baja.

—Ellos no me importan —susurró ella, enrolló su brazo con el mío como si fuera el padrino, mientras yo alerta me percaté de cómo me gané las miradas estupefactas de todos. Lo que faltaba, ahora tengo la imagen del amante que evitó la boda. Esto necesitaba una estresante justificación.
Ella me llevó al interior de la mansión, todo parecía ser el montaje para una película de terror con las decoraciones necróticas del lugar. Cuadros por todos lados con imágenes tétricas de personas que parecían más muertas que vivas, y estatuas de gárgolas en piedra. Enormes faroles iluminaban la gran sala continuada por una alfombra color purpura.

— ¿Dónde está tu novio? —Le pregunté a ella, pero se recostó sobre mi cuerpo como si quisiera esconderse de la visual de todos, esto no daba buena espina.

—Solo sígueme —dijo.

— ¿Pero dónde…?

—No hables —interrumpió, mientras escuchaba los murmullos, todos atónitos me observaban sin moverse.
“¿Quién es? ¿Qué hace aquí? ¿De dónde salió? ¿Qué mierda?” eran algunas de las preguntas en lo que pude descifrar de la mezcla de voces.

—Puedo explicarlo —dije en voz alta a la multitud.

—No hables, por favor —exigió ella entre dientes, mientras una lágrima negra que corrió su rímel se deslizó por su mejilla.

—Van a matarme si me ven así contigo —repliqué en voz alta.

—Está loco —dijo una señora mayor que me fulminó con la mirada.

—Por favor, no digas nada, solo sígueme —pidió ella.

Subimos por una enorme escalera del estilo antiguo que continuaba con la misma alfombra purpura. Al llegar al final, se vieron dos escaleras a los lados con la misma alfombra. Subimos por la de la derecha. Pero tres escalones antes de llegar, ella se detuvo. Se quitó el otro guante calado permitiendo ver un anillo con un enorme zafiro, lo que valdría esa joya. Para mi sorpresa se lo quitó, lo colocó en la palma de mi mano y la cerró con fuerza para que la guarde, sus manos a esta altura estaban cálidas.

—Quiero que se lo des a mi novio —dijo ella triste.

— ¿Vas a dejarlo aquí? —reproché irritado, por un momento vi en ella a la que sería mi esposa, sería

—. No puedes hacerle esto, menos usándome a mí.

—Por favor —dijo ella al tragar saliva —. Solo hazlo, hoy no pude casarme.

—Puedes hacerlo ahora —dije, pero ella no contestó. Me escoltó al final de la escalera, y entramos en un salón.

Allí lo vi a él, a un sujeto que no me costó entender que era su novio. Vestía de negro. ¡Qué sorpresa! Usaba un chaleco negro con tres botones color plata, una camisa negra con extraños bordes como si fueran gravados de color rojo. No tenía corbata, más bien una especie de corbatín extraño como del siglo 16 o 17, no sé bien. El caballero tenía la piel blanca como ella, con rasgos delicados, con su cabello negro atado con cola de caballo. Parecía más vampiro que humano, pero ya nada me sorprendió.

—Él es mi novio, Joaquín, ve a hablar con él —dijo ella, me empujó hacia delante llamando la atención de todos con mi trote para no caer. El me asesinó con la mirada, sus ojos enrojecidos no sé si eran de llanto o de ira al observarme, ni parpadeó al intercambiar miradas.

—Joaquín —llamé a él luego de suspirar.

—Soy yo —respondió con una voz muy grave.

—Espero no ser inoportuno, vine a tu boda —expresé calmo. Su silencio estremeció cada uno de mis músculos.

—No te conozco —soltó él.

—Lo sé, tranquilo, ahora puedes casarte —dije de sonrisa forzada, se notaba la falsedad en ella, pero en una situación como esta me costaba hacerlo.

— ¿Cómo? —preguntó incrédulo.

No pude evitar ver detrás de él un ataúd, y no me asustó, ya vi demasiado terror en esta noche tan extraña.

—Buen decorado —dije al señalar el ataúd. Buscaba alivianar la tensión.

— ¿Quién te invitó? —dijo él al levantar la voz.

—Nadie —dije.

— ¿Por qué viniste?

—Toma —le dije a él, le di el anillo con el zafiro que Marina me entregó. Él lo miró tan extrañamente que no pude descifrar su reacción. Observé detrás de mí, Marina no estaba.

—Oh por dios, se fue —dije fastidiado.

— ¿Quién se fue, y por qué tienes este anillo? —. Estuvo a punto de gritar de cómo lo dijo.

—Encontré a tu novia en el camino, me explicó que su auto se averió y le traje hasta aquí, solo que no se atrevió a hablarte. Quizás por el retraso no sabía cómo explicarlo, lo siento.

— ¿Me dices que Marina te dio el anillo? —preguntó más calmo.

—Si hombre, recién me lo dio. Solo tranquilízate, quizás si hablan puedan arreglarlo. Sabes, a mí me plantaron en mi boda, pero no tuve segunda oportunidad, tú la tienes, solo ve a buscarla.

—Ven conmigo —pidió él con la mirada sombría.

Me llevó al ataúd, mis lágrimas cayeron al ver a Marina dentro de él, con el mismo vestido con el que la vi poco tiempo atrás.

—Marina murió en un accidente en la ruta camino a nuestra boda, no sufrió daño, pero su corazón no soportó el susto —dijo él con la voz plana.

—Al darme vuelta la vi a ella, igual que en el ataúd pero con su rímel negro corrido. Saludó con su mano para desaparecer ante mis ojos.

—Gracias por el anillo —dijo él tras aparecer una línea de sangre desde su garganta, también desapareció él.

— ¿Con quién habla joven? —preguntó una mujer mayor.

—Con Joaquín, creo —contesté atónito.

—Joaquín es mi hijo, se suicidó al enterarse de la muerte de Marina —señaló ella detrás de mí, estaban colocando otro ataúd con Joaquín dentro.