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La novia de negro


La novia de negro



Había tenido una jornada laboral bastante extensa luego de una discusión con los socios de la compañía en la que trabajo. Las cosas no estaban yendo bien, y entre todos no parábamos de señalarnos los unos a los otros, haciéndonos responsables de los números negativos. Llegado un momento decidí dejar de discutir, los diálogos superpuestos de todos se perdieron en mis oídos, eran palabras mezcladas sin sentido, hasta que ni se distinguían las palabras. Quizás alguien más me habló, y si lo hizo, lo ignoré. Solo deseaba llegar a mi casa, recostarme en mi sofá y beber algo de whisky al calor de la estufa. Pero tenía un montón de papeleo que odiaba en el asiento del acompañante mientras manejaba esa noche en plena ruta. Todavía me dolía la cabeza, me punzaba a tal punto que sentía mi pulso en ella. Al menos la noche era hermosa, la ruta estaba vacía, solo yo manejando mientras un conjunto de estrellas y la luna llena eran lo único que se veía en el cielo. Poco a poco me iba relajando, hasta que a lo lejos los faroles delanteros de mi auto reflejaron algo en medio de la ruta. Una silueta femenina interrumpía mi paso, poco a poco aminoré la marcha para distinguirla mejor. Mi corazón comenzó a latir a mil al apreciar a una joven de vestido negro a lo lejos, con un velo cubriendo su rostro. Ni parpadeé esperando que esto sea una ilusión. No creo en fantasmas, pero la estaba viendo, una presencia oscura en medio de la noche. Tomé coraje y aceleré, pero, ¿si no lo era? No era normal ver una mujer de negro, pero no podía arriesgarme a la mínima posibilidad de atropellar y quizás quitarle la vida a alguien y tener que justificarme con un “temí que fuera un fantasma”. Clavé los frenos en contra de mi voluntad, quería seguir de largo, pero mi inocencia no me permitía hacerlo. Preferí en ese momento ser testigo de una aparición fantasmal y orinarme en mis pantalones, a tener que lamentar una tragedia. Ella a paso veloz se acercó a la ventana de mi auto mostrándome su rostro joven y perplejo, los nervios estaban dibujados en sus rasgos delicados, su piel blanca a través de un velo negro, los labios negros y finos, y su delicado maquillaje negro bajo sus ojos exageraban ojeras; si las tenía, sin ese maquillaje apostaba mi auto a que de verdad tenía. Bajé el vidrio, finalmente hablé con ella esperando lo peor.

— ¿Qué quieres? —pregunté secamente, con mis manos tiesas sobre el volante que no paraban de temblar.

—Lo siento —dijo ella débilmente —. Sé que mi aspecto no es el mejor —continuó, y suspiré de alivio.

—Lamento ser tan cortante, es que tuve un mal día, y tu vestimenta en una noche como esta… ¿lo entiendes?

—Lo entiendo —asintió tras suspirar.

—Sube —le dije. Abrí la puerta del lado del acompañante y arrojé mis papeles en la parte de atrás para que pase.

Ella se sentó con timidez, con la mirada baja e incómoda como si fuera consciente de su apariencia de bruja. Usaba un vestido negro tenebroso, pero no feo, diría que muy bonito. Zapatillas negras de tacón bajo, guantes calados de color negro hasta los codos, todo en ella era negro, hasta el color de sus ojos como su labial y el resto del maquillaje. Humedeció sus labios demostrando incomodidad, hasta que me extendió su mano.

—Me llamo Marina —dijo ella.

Pero su mano quedó desnuda, temía tocarla. Observé su mano con atención, hasta que ella retiró su guante calado mostrando sus delicadas manos pequeñas de dedos delgados. Se le resaltaban el azul de sus venas, y las uñas, negras por supuesto.

—Perdón de nuevo —dijo ella, y al fin estreché su mano, sentí el frío de ella, me asustó, pero reflexioné sobre la temperatura de esa noche, era normal que estuviera así.

—No era que no quisiera saludarte —dije de tono grave y varonil, solo para evitar tartamudear, estuve a punto —. Es que una mujer de negro en la noche asusta —terminé de decir.

—Lo sé —sonrió ella de manera tímida —. Déjame explicarte. Mi novio y yo somos góticos, nos gusta vestir de negro y por ello como me ves. Mi familia no está muy de acuerdo al igual que la de mi novio pero lo respetan. Hoy íbamos a casarnos a media noche, pero mi auto sufrió una descompostura. Por favor, llévame —pidió de manera gentil.

—Bien, mujer, no te preocupes —asentí, con una sonrisa forzada, costaba asimilar la situación —. Dime dónde es.

—Por esta ruta son solo diez kilómetros, llevo caminando quince, estoy retrasada y temo que mi novio piense que me arrepentí a última hora —explicó ella.

Sus palabras fueron un puñal en mi corazón. Tragué saliva tras recordar como quedé cinco horas esperando en aquella boda, mi boda que nunca se celebró, porque ella nunca vino. Tenía que llevarla a toda costa.

— ¿Te molesta si manejo rápido? —pregunté decidido.

—Para nada. Es más, te lo pido por favor —rogó ella.

Arranqué el auto y marché en él como si fuera un auto de carreras, la adrenalina corría por mis venas, solo con la idea de evitar en su novio lo que a mí me sucedió en el pasado. Solo deseaba verlo allí, y decirle “tranquilo, aquí está”.

— ¿Entonces te casas de noche? —pregunté. ¡Qué pregunta la mía!

—La noche es parte de nosotros, no somos brujos ni satánicos como las personas nos tildan, somos góticos, es un estilo de vida —contó ella.

—Tranquila, mi sobrino tiene esas costumbres y es más bueno que el pan —sonreí para que entre en confianza.

—Gracias —dijo ella, y bajó la mirada.

Poco tiempo después observé una mansión inmaculada sobre la ruta, apenas el edificio se asomó a nuestra visual ella lo señaló. Parecía el castillo del conde Drácula, ¿pero qué más podía esperar? Paré el auto y toqué bocina a varias personas, esperaba los gritos de asombro de las mujeres y el festejo de los hombres, pero nada. Todos me observaron con recelo, como el desconocido que soy. Bajé de mi auto y me acerqué al más próximo, pero cuando me di cuenta, Marina estaba detrás de mí. Me jaló de la muñeca de mi traje para llamarme, me mató su mirada de perro mojado. Bueno, quien sabe si el novio todavía estaba, y esto necesitaba explicaciones.

—Vamos, dile que estás aquí —le dije a ella en voz baja.

—Ellos no me importan —susurró ella, enrolló su brazo con el mío como si fuera el padrino, mientras yo alerta me percaté de cómo me gané las miradas estupefactas de todos. Lo que faltaba, ahora tengo la imagen del amante que evitó la boda. Esto necesitaba una estresante justificación.
Ella me llevó al interior de la mansión, todo parecía ser el montaje para una película de terror con las decoraciones necróticas del lugar. Cuadros por todos lados con imágenes tétricas de personas que parecían más muertas que vivas, y estatuas de gárgolas en piedra. Enormes faroles iluminaban la gran sala continuada por una alfombra color purpura.

— ¿Dónde está tu novio? —Le pregunté a ella, pero se recostó sobre mi cuerpo como si quisiera esconderse de la visual de todos, esto no daba buena espina.

—Solo sígueme —dijo.

— ¿Pero dónde…?

—No hables —interrumpió, mientras escuchaba los murmullos, todos atónitos me observaban sin moverse.
“¿Quién es? ¿Qué hace aquí? ¿De dónde salió? ¿Qué mierda?” eran algunas de las preguntas en lo que pude descifrar de la mezcla de voces.

—Puedo explicarlo —dije en voz alta a la multitud.

—No hables, por favor —exigió ella entre dientes, mientras una lágrima negra que corrió su rímel se deslizó por su mejilla.

—Van a matarme si me ven así contigo —repliqué en voz alta.

—Está loco —dijo una señora mayor que me fulminó con la mirada.

—Por favor, no digas nada, solo sígueme —pidió ella.

Subimos por una enorme escalera del estilo antiguo que continuaba con la misma alfombra purpura. Al llegar al final, se vieron dos escaleras a los lados con la misma alfombra. Subimos por la de la derecha. Pero tres escalones antes de llegar, ella se detuvo. Se quitó el otro guante calado permitiendo ver un anillo con un enorme zafiro, lo que valdría esa joya. Para mi sorpresa se lo quitó, lo colocó en la palma de mi mano y la cerró con fuerza para que la guarde, sus manos a esta altura estaban cálidas.

—Quiero que se lo des a mi novio —dijo ella triste.

— ¿Vas a dejarlo aquí? —reproché irritado, por un momento vi en ella a la que sería mi esposa, sería

—. No puedes hacerle esto, menos usándome a mí.

—Por favor —dijo ella al tragar saliva —. Solo hazlo, hoy no pude casarme.

—Puedes hacerlo ahora —dije, pero ella no contestó. Me escoltó al final de la escalera, y entramos en un salón.

Allí lo vi a él, a un sujeto que no me costó entender que era su novio. Vestía de negro. ¡Qué sorpresa! Usaba un chaleco negro con tres botones color plata, una camisa negra con extraños bordes como si fueran gravados de color rojo. No tenía corbata, más bien una especie de corbatín extraño como del siglo 16 o 17, no sé bien. El caballero tenía la piel blanca como ella, con rasgos delicados, con su cabello negro atado con cola de caballo. Parecía más vampiro que humano, pero ya nada me sorprendió.

—Él es mi novio, Joaquín, ve a hablar con él —dijo ella, me empujó hacia delante llamando la atención de todos con mi trote para no caer. El me asesinó con la mirada, sus ojos enrojecidos no sé si eran de llanto o de ira al observarme, ni parpadeó al intercambiar miradas.

—Joaquín —llamé a él luego de suspirar.

—Soy yo —respondió con una voz muy grave.

—Espero no ser inoportuno, vine a tu boda —expresé calmo. Su silencio estremeció cada uno de mis músculos.

—No te conozco —soltó él.

—Lo sé, tranquilo, ahora puedes casarte —dije de sonrisa forzada, se notaba la falsedad en ella, pero en una situación como esta me costaba hacerlo.

— ¿Cómo? —preguntó incrédulo.

No pude evitar ver detrás de él un ataúd, y no me asustó, ya vi demasiado terror en esta noche tan extraña.

—Buen decorado —dije al señalar el ataúd. Buscaba alivianar la tensión.

— ¿Quién te invitó? —dijo él al levantar la voz.

—Nadie —dije.

— ¿Por qué viniste?

—Toma —le dije a él, le di el anillo con el zafiro que Marina me entregó. Él lo miró tan extrañamente que no pude descifrar su reacción. Observé detrás de mí, Marina no estaba.

—Oh por dios, se fue —dije fastidiado.

— ¿Quién se fue, y por qué tienes este anillo? —. Estuvo a punto de gritar de cómo lo dijo.

—Encontré a tu novia en el camino, me explicó que su auto se averió y le traje hasta aquí, solo que no se atrevió a hablarte. Quizás por el retraso no sabía cómo explicarlo, lo siento.

— ¿Me dices que Marina te dio el anillo? —preguntó más calmo.

—Si hombre, recién me lo dio. Solo tranquilízate, quizás si hablan puedan arreglarlo. Sabes, a mí me plantaron en mi boda, pero no tuve segunda oportunidad, tú la tienes, solo ve a buscarla.

—Ven conmigo —pidió él con la mirada sombría.

Me llevó al ataúd, mis lágrimas cayeron al ver a Marina dentro de él, con el mismo vestido con el que la vi poco tiempo atrás.

—Marina murió en un accidente en la ruta camino a nuestra boda, no sufrió daño, pero su corazón no soportó el susto —dijo él con la voz plana.

—Al darme vuelta la vi a ella, igual que en el ataúd pero con su rímel negro corrido. Saludó con su mano para desaparecer ante mis ojos.

—Gracias por el anillo —dijo él tras aparecer una línea de sangre desde su garganta, también desapareció él.

— ¿Con quién habla joven? —preguntó una mujer mayor.

—Con Joaquín, creo —contesté atónito.

—Joaquín es mi hijo, se suicidó al enterarse de la muerte de Marina —señaló ella detrás de mí, estaban colocando otro ataúd con Joaquín dentro.

Quiero estar contigo sea como sea






Quiero estar contigo porque este sentimiento hacia a ti es único y sin fronteras, porque cada vez que recuerdo tu rostro mi corazón se calma, porque cada vez que estudio la posibilidad de tenerte en mis brazos comienzo a transpirar como un animal. Aunque, esa belleza angelical de tu piel de porcelana con mínimo de maquillaje, el castaño de tu cabello que decae de tus hombros como una fresca cascada y el brillo de tus ojos que opaca a todas las demás mujeres, es demasiado para mí. Lo sé. Soy gordo, paso de los cien kilogramos, mis dientes son desalineados comparados con tu perfecta dentadura, Mi rostro es horrible, todo por la quemadura que sufrí de niño, que dejó desde mi boca hasta por encima del ojo ese efecto plastificado.
Siempre supe que jamás te fijarías en mí, pero siempre me dijeron que cuando alguien quiere algo tiene que luchar por ello.
Desde el día en que te conocí en aquella caja del banco, supe que eras para mí. Cuando me atendiste ese día, tu sonrisa fue sincera, no tuviste esa primera impresión de mí que tiene la gente cuando ve lo horrendo que soy. Tus ojos, serenos como un lago, me irradiaron confianza. Hice mi depósito y sonreíste con un encogimiento de hombros como el de una dulce niña.
Quedé perplejo contigo, me enamoré de ti a primera vista, sentí que contigo acabaría con esa ausencia de amor en mi vida. Nunca nadie me quiso. Mi padre murió cuando tenía un año y mi madre nunca cuidó de mí con cariño, fue por su imprudencia que tuve ese accidente con el agua hirviendo, aunque no sé qué tan accidente fue, por así decirlo.
Mi plan se había puesto en marcha: tenía que enamorarte, pero claro, siendo tan horrendo tendría que darlo todo. Flores y chocolates no serían suficientes, tenía que hacer algo tan glorioso que poco a poco encontraras algo en mí que no hayas encontrado en nadie más.
Mis años de soledad me permitieron esconderme detrás de libros y de mi computadora, por lo que mi mente se desarrolló bastante bien, casi era un nerd; en fin, toda esa experiencia daría frutos. Ana Rodríguez, lo vi en el carné que llevabas en tu voluminoso busto y nunca lo olvidé. Creé una cuenta en Facebook, usé fotos falsas de algún cantante que vi por allí y me apropié de su nombre. Claro, primero investigué un poco de él, tenía que demostrar sus gustos al realizar las publicaciones pertinentes. Lo hice con tacto.
Primero creé el perfil y solo subí tres fotos con su rostro. Luego, me encargué de tomar fotografías en plazas, obras de teatro, discotecas y la facultad en la que estudiabas. Nunca se vio a nadie en esas fotos, tenía que hacerlo bien. Antes de enviarte una solicitud de amistad, agregué a algunas amigas tuyas, claro, a esas que aceptan a cualquiera sin pensarlo dos veces para coleccionar amigos. Cuando ya teníamos ocho amigos en común, le di click en el botón “agregar amigos” de tu perfil de Facebook.
Al otro día, tú estabas allí, en el inicio de mi perfil falso.
Me mantuve por varios meses al tanto de todos tus movimientos, todos tus gustos y todas tus actividades. Agregué ciertas páginas que tú compartías, en especial esas de protección de animales y de un bar al que tú asistías; pero jamás me viste cuando estuve por allí, porque iba disfrazado y maquillado perfectamente, tan así que mi cicatriz no se veía. Nunca te percataste de mí. Era yo quien lo veía todo de ti.
Te reunías en ese bar todos los viernes a la salida de tu trabajo en el banco, salías a las 19:00 y 19:30 caías con tus amigas. Siempre fui prudente, me vestí de distintas maneras para que no me reconocieran allí, hasta llegué a usar zapatos muy discretos de plataforma para poder esconder mi verdadera altura; su anatomía precisa al hacerlos a mano no dejaba ver que eran de plataforma. Me doy maña cuando quiero aprender algo.
Había pasado un año mientras me perfeccioné en la computación, me volví un hacker de los mejores y sin que te percataras entré un día en tu Facebook. Leí todas tus conversaciones a diario, todas tus charlas con tu madre y tus amigas, hasta los mensajes de hombres invitándote a salir, los cuales nunca contestabas. Pero mi pulso se puso a mil cuando vi que un hombre, compañero tuyo del banco, te había enviado una solicitud y habían mantenido charlas hasta altas horas. Alan Black, el nombre al cual puse en la lista negra. Tuve que desviar mi plan hacia él, estabas muy interesada, bien lo leí en tus conversaciones de Facebook con dos de tus amigas. Lo supe siempre todo de ti y ahora lo haría con él.
El plan fue simple. Cuando ustedes dos estaban en el clímax de sus charlas y él te invitó a salir, solo tuve que hacer un par de movimientos en mi computadora. Conseguí pornografía infantil en formato digital y realicé grabaciones en unos CDs, hackeé su facebook y desde su identidad comencé a ofrecerlo de manera discreta a pocos contactos, los contactos de él, los cuales ya había hackeado de antemano y sabía que serían capaces de aceptarlos. Tomé cinco de sus contactos, los hackeé a todos y le escribí en nombre de ellos pidiendo de manera discreta el material. Elaboré conversaciones falsas de ambos lados manipulando el material ilícito. Luego, cuando sabía que él no estaba en su casa en la noche, entré en ella y dejé los CDs bajo su sillón. Estuvieron allí sin que él mismo lo supiera, hasta que mi denuncia anónima llegó a la policía.
Fue terrible verte sufrir cuando descubriste ese secreto creado por mí. Alan pasó de ser tu principe azul a un sucio cerdo de un día para el otro, despedido del banco y tras las rejas, y lo mejor, fuera de tu vida. Lloraste como nadie. Me dolió tener que hacerlo, pero yo quería estar contigo y haría todo lo que fuera necesario.
Luego, la siguiente parte del plan: mi entrada. Tenía que ser sigilosa, sin mayores sobresaltos, sentía que serías mía. Sabía de tus gustos musicales, lo sabía todo de ti, “Lo dejaría todo” de Chayanne era el tema que tanto te erizaba la piel, como lo vi en los chats con tus amigas. Fui a hacer el trámite en el banco aquel día, y en el momento de cobrar un cheque, justo cuando tú ibas a atenderme, mi celular sonó. Si bien era la alarma programada por mí, la canción era esa, “Lo dejaría todo”. Fingí que corté una llamada mientras el guardia de seguridad me fulminaba con la mirada, y me disculpé contigo. Recuerdo como se iluminó tu rostro al escuchar esa canción, tenía que demostrarte que teníamos algo en común aunque fuera falso. Ya me conocías del banco y ahora sabías que compartíamos un gusto por algo.
Un viernes fui a ese bar, pero mostrándome como soy en realidad, lo había hecho una hora antes de tu llegada y me senté en ese lugar que tú siempre ocupabas con tus amigas. A la hora calculada pagué, justo cuando tú llegaste, y fingí no notar tu presencia, pero un exquisito perfume de mujer me advirtió que te acercabas. Finalmente al levantarme, te acercaste a saludar, sacudiendo tu mano con elegancia mientras tus amigas me miraban como si fuese “una cosa”. Solo intercambié un “hola” contigo, pero tú te dispusiste a charlar.

—Tu eres del banco —me dijiste alegre. Eso salió mejor de lo que esperaba, no pensé llegar a tanto.

—Si, soy yo, qué coincidencia, comencé a venir a este lugar porque me resulta agradable —contesté con seriedad y una muy discreta sonrisa, sin mostrar demasiada confianza.

—Yo me llamo Ana, un gusto. —Y me cediste la mano.

Mi piel se derritió al contacto con la tuya, sentía que tocaba el cielo con las manos, placer de los dioses.

—Me tengo que ir, tengo que alimentar a mi perro —dije, y te pusiste más alegre.

—Ay... ¿En serio? Me encantan los animales —soltaste como una niña.

—Veo que tenemos algo en común. Nos vemos —dije para retirarme. No lo podía alargar más, tenía que ser sutil.

Sentí por lo bajo cómo una de tus amigas me dijo “ogro”, pero no me importó. Esa noche en la madrugada descifré quien había hecho ese comentario de mí al controlar tu Facebook. Una tal Laura bromeaba sobre mí, sobre el bicho feo y horrendo con quien fuiste gentil. Me puse feliz cuando me defendiste, alegando que era una buena persona, además de la coincidencia de la canción de Chayenne. Lo había hecho bien, recordaste ese momento que ayudaría a conquistarte.
Sobre Laura… Las amigas en una mujer son muy influyentes.
Otra vez te vi llorar, me dolía, lo veía en tu Facebook las noches que siguieron y en lo apagado de tu rostro cuando iba semana a semana a cobrar mis cheques. En mi tercera visita al banco, viéndote triste como las veces anteriores, te pregunté si te sentías bien mientras contabas el dinero. Brevemente me recordaste a esa Laura con la que nos cruzamos aquel día en el bar y me comentaste lo sucedido. Tengo que confesar que me costó demostrar sorpresa.
Todo estaba listo, solo necesitaba la puntada final. Ya me había ganado de alguna manera tu confianza, pero no podía crear un Facebook auténtico y simplemente enviarte solicitud... Tenía que ser glorioso, único, hacerte sentir que te protegía.
Mi plan era que te asaltaran un viernes camino al bar, y yo sería el héroe. Le había pagado a un vándalo una suma muy exagerada de dinero solo para que él, en el lugar que le indiqué, justo en esa esquina intentara robarte la cartera y yo lo detuviera, recuperándola y dejándolo huir después. Le di 5000 dólares en el momento de hablarlo y le daría otros 5000 si todo salía bien. Era perfecto, él te robaría, yo te salvaría, así podría invitarte al bar al ganarme tu confianza y allí hablarte de lo que sabía que te gustaba, ya que por un año estuve espiándote en secreto. Sabía todo de ti, de la mujer que se robó mi corazón.
El momento había llegado. Cuando desde la otra calle te vi llegando al bar, miré al sujeto, quien me devolvió la mirada con discreción. Asentimos a la vez, sabíamos lo que teníamos que hacer, lo habíamos practicado muchas veces. Tú caminabas usando tu celular, perdida de lo que pasaba a tu alrededor. El sujeto estaba cinco metros detrás de ti y yo otros cinco detrás de él. Me puse alerta, nada podía salir mal, era el momento de mi vida, sentía cómo la sangre viajaba por todo mi cuerpo más los nervios que me revolvían el estómago. Cuando él te tomó por sorpresa del brazo, te habló al oído, entonces volteaste y me miraste espantada, y te cubriste detrás de él. Enronces me di cuenta que algo no andaba bien.
El sujeto al que le había pagado se giró hacía mi sacando su arma, mientras otros dos me tomaron de los brazos por atrás.

—Estás arrestado —dijo al estar ya frente a mí.

Una vez en la cárcel descubrí mi gran error. Alan no era un funcionario del banco, era un oficial infiltrado investigando el origen de mis cheques semanales ya que no eran de origen legal. Cuando lo culpé de traficar pornografía infantil fingieron el arresto, todo había sido un plan elaborado de la policía. Me investigaban por girar cheques falsos y cuando realicé la farsa descubrieron mis habilidades informáticas. Lo supieron todo, menos del asesinato de Laura.
En fin, aquí estoy, amada mía, a punto de ser condenado a cadena perpetua. Todo está perdido, me convertí en lo peor que podías imaginar. Pero finalmente, como mi condena no podía ser peor, me deleité al confesar cómo yo mismo asesiné a Laura.

Reseña: 8 Santos de Sonia Pericich

Sonia Pericich, escritora de 8 Santos, nos hace entrega de su primer novela, y aquí lo que opino de ella.


Conocí a Sonia gracias a esta maravillosa obra de arte al ser su lector 0. Apenas me la ha enviado ya comencé a leerla, y tan solo en dos dias terminé con la historia. No por ser corta la obra, que tampoco es muy larga, más bien por lo atrapante de ella. Discutimos algunos detalles argumentales pero nada extraorinario, que pulirlo fue prácticamente nada, y aquí mi devolución.

8 Santos es una novela ideal para los amantes del suspenso, y los que odian el cliché porque esta obra no lo tiene.
En un pueblo muy pacifico donde no hay muchas novedades unos jóvenes encuentran un cadáver, dos detectives de otro pueblo se dirigen para resolver el crimen. Y así, empieza una historia de las que más me ha gustado. Diversos personajes detallados y bien constituidos, la trama se desarrolla de una manera ágil, no hay sobre explicaciones alargando la historia, pero aun así todo está bien explicado. Cada uno de ellos tiene su historia y su personalidad bien definida.


¿Por qué me ha gustado tanto esta historia?
Sencillo, a medida que iba leyendo me veía obligado a teorizar que es lo que está pasando, y por más historias de detectives que hayas leído en tu vida no lo descubrirás hasta el final. Promete mantenerte entretenido hasta las últimas palabras.

Nuestra autora dice que hay muchas posibilidades de una secuela, así que estaré atento a ello.

El libro lo puedes en físico con este link:https://www.autoreseditores.com/cof.marceline

Su página de autor: https://www.facebook.com/Sonia-Pericich-Autora-independiente-744273549300989/

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Sonia Pericich nació el 20 de mayo de 1981 en la localidad de El Socorro, provincia de Buenos Aires (Argentina).

Comenzó escribiendo poemas en su adolescencia, quizás como muchos, pero pronto supo que necesitaba más.

Sin aferrarse a un género en particular, debido a su afán de desafiarse, sus historias giran en torno a los eternos conflictos entre la naturaleza humana y las leyes impuestas por la sociedad —creencias, tradiciones y costumbres—, evidenciando su espíritu analítico y crítico, carente de fanatismos.

Tanto en escenarios realistas como fantásticos, las acciones de sus personajes intentan provocar en el lector ese mismo espíritu, por lo que el suspenso y la sorpresa se vuelven elementos recurrentes en sus obras, volviéndolas poco predecibles.

Dicen que su apellido acarrea el gen de la locura y la terquedad, pero ella prefiere llamarlo "Libertad".

Una luz al final del túnel

Una luz al final del túnel

Aquí estoy postrado en una cama de hospital, viviendo el día al día con el sufrimiento eterno, el castigo de la no vida, de estar aquí, sufriendo. Tengo 20 años, me llamo Diego, desde que tengo uso de razón siempre fui un niño enfermo. Tenía bajas defensas y no pasaba más de tres días sin visitar el querido consultorio médico de algún curioso que trataba de adivinar que me sucedía. Me desmayaba, comía poco y cuando lo hacía vomitaba. Mi madre siempre estuvo ahí pendiente de cada uno de mis pasos, hasta la sentía entrar en mi cuarto en las noches en vigilancia de mi sueño, tanto que ella se privaba del suyo. Quería salir a jugar con otros niños pero no podía, me sobreprotegían tanto que no me dejaban salir al exterior sin cuidados previos, y así fui creciendo, en la constante tutela monótona de mi salud.

Terminé la escuela a duras penas, lo suficiente para aprender a leer, si en este momento un milagro surge tenía un atraso atroz, eso fue lo que he escuchado hablar en mis padres sin que ellos se den cuenta. Poco a poco fui creciendo, flaco pálido y anémico, solo quería o quiero mejor dicho una cosa, morir. Cada día que pasaba era más aburrido que el anterior, no sabía lo que era tener amigos, nunca una novia, menos hablar de un hijo. Si mis padres querían nietos conmigo no tenían suerte, para peor soy hijo único.

Ahora estoy internado por una gran cantidad de infecciones que ya ni entiendo qué son. Respiro y me duele, siento el aire viciado y reseco que me rascan los pulmones, a veces trato de dejar de respirar, pero es imposible, cada vez que lo hago me obligo a un fuerte resoplido, y me es imposible evitar quejarme. Los médicos desde hace un año me dieron días o semanas como mucho de vida, pero sigo aquí, sigo sufriendo, sigo agonizando.

Algunos hablan del milagro de no dejarme ir, pero, para mí es torturante. ¿Qué va a ser de mí si salgo de este frío y sombrío hospital? Tendría que volver otra vez, repetir las escenas de tratar de llegar al baño al paso lento que mis diminutos músculos me permitieran movilizarme, si no corría con el riesgo de hacerme encima y caerme, y la idea de pedir ayuda la había dejado tiempo atrás. A veces lo lograba, otras no, pero quería hacerlo solo, me sentía una carga para mis padres, mi única familia. Porque el resto ante esta situación tan complicada, relataban un gran repertorio de “cualquier cosa me avisan”, una simple frase de consuelo, pero en fin, solo mis padres estaban ahí.

Pedí una mascota, un perro, un gato o un hámster, pero mi salud tan delicada no permitía contacto con algún animal. Me limité a una gran pecera, lleno de peces de todos colores y tipos, seres que no podía tocar, solo observar. Mi madre se tomaba la molestia de darle nombre a cada uno, me los señalaba y nombraba para que no los olvidara, y era que ella nunca lo hizo. Mi padre cada semana compraba uno distinto, un día trajo uno especial, ese enfermó a todos, me di cuenta el día que vi la pecera con todos ellos panza arriba, menos uno, que se resistía a morir. De a rato detenía su nado mientras se giraba sobre sí mismo, pero cada tanto sus aletas se volvían imperativas para alinearse, se resistía a morir, como yo. Un día lo vi, comenzó a girarse, y sus aletas ya estaban cansadas en como más demoraban en incorporarse, no le despegué los ojos, hasta que lo hizo. Venció con su panza arriba, y ese pez era como yo, un sufrido haciendo piruetas entre la vida y la muerte. Algún día me tocaría a mí, ya he estado parado mucho tiempo en ese fino cordón casi invisible, balanceándome de lado a lado para no caer, pero, ¿algún día no me cansaría y caería?

Tengo 20 años, pero no tengo vida, no tengo ganas, estoy cansado. Pero cada vez que dejo de respirar recuerdo a ese pez, y no puedo dejarme vencer. De verdad quiero rendirme, pero, no muero, no lo hago más, mientras el pálido rostro cansado y mal afeitado de mi padre, y el avejentado rostro deprimido de mi madre me cuidaban hasta el final. Me pregunto si yo muero, ¿mis padres encontrarán el descanso? Sé que llorarán un largo tiempo, pero al menos envejecerían en paz. Quizás, podrían intentar tener otro hijo, pero conmigo aquí molestando no se pueden dar ese lujo, no me lo han dicho pero lo sé. Estaba en el peor estado que haya recordado, rozaba mis dedos entre sí para sentirlos a los huesos, me podía dar cuenta de la flaqueza de mi rostro solo al tragar saliva, y el hormigueo de a rato sobre las puntas de mis pies y mis manos. Sentía frío, pero también transpiraba, y cada tanto una de esas señoras de túnica blanca venía a inyectarme algo por intravenosa, algunas veces venía alguna joven simpática y alegre, con ganas de hacer sentir bien a los demás, pero otras veces venía alguna de doble de ancho, amargada, con los pasos marcados haciendo su trabajo a los rezongos, se quejaba de su vida como si yo fuera sordo, quizás se acostumbró a ver a un moribundo como yo, y no prestaba atención. La pesadez del cuerpo, esa leve sensación de mareo aun estando en mi cama inmóvil, la imposibilidad ya de poder erguirme, estaba cansado. En un momento sentía las voces de mis padres y alguna enfermera o doctora, no distinguían mis oídos palabras algunas, eran simplemente sonidos leves, que disminuían, y poco a poco el dolor fue desapareciendo.

¿Acaso me llegó la hora de morir? Espero que sí. Vi detrás de mis padres una figura sombría que se acercaba a mí, llevaba túnica negra con una capucha que cubría su rostro en la oscuridad de ella, se acercaba a mí, sin levantar ni bajar su altura, parecía que flotaba. Me di cuenta cuando extendió una de sus manos que no tenía piel ni carne, era esquelética, huesos blancos como la nieve virgen de cualquier otro tejido, en su otra mano la guadaña, no era sorpresa, la muerte vino a visitarme, y le sonreí.

— ¿Vienes por mí? —Creo que dije, pero ni si quiera yo mismo oí mi voz.

La parca se me acercó muy lentamente, se colocó a un costado de mí, y aunque no viera sus ojos, por como inclinó su cabeza levemente a un costado, daba a entender que me miraba. No lo hacía con la señal de venir a ejecutarme, de contarme mis pecados o disfrutar mi sentencia, me miraba como si me tuviera lástima, como yo me la tenía a mí. Tenía claro que hoy es mi día, pero se está demorando, hasta que se alejó de mí.

—No te vayas —sentí que rogué, traté de estirar mi mano a ella pero no la sentía, en parte, no sentir dolor me alivió, no sentía mi cuerpo, era como un sueño. La parca se acercó a mi madre, se colocó entre mi padre y ella, pero ellos no la veían.

—A ellos no, a mí —pedí, pero ni siquiera sentí mis labios moverse, ¿por qué me hacía esto?

La parca apoyó su mano esquelética sobre el vientre de mi madre, ella también lo hizo, pero traspasó la mano huesuda como si fuera un fantasma. Quería llorar, sospeché que esto solo era un sueño, y ya despertaría en mi mundo de dolor y agonía.

—Lo siento —dijo la parca. Su voz era grave, pero tranquila y pausada, se escuchó su eco en si misma cerca de tres veces como si estuviera hablando dentro de un caño, y me miró como si me tuviera lástima.

Poco a poco vino la oscuridad, era como tener los ojos cerrados, pero sabía que los tenía abiertos. Estaba de pie dentro de esa inmensa negritud, hasta que en el fondo vi una luz, la vieja luz blanca que te decían que no vayas a ella, pero era lo que yo quería, terminar con este tormento. Sentía que flotaba por mi voluntad, la luz cada vez se acercaba más a mí, poco a poco su luminosidad me embriagaba de una calma en éxtasis reconfortante, mi vida terminaría, mi muerte llegaría, y todo acabaría. Cuando la oscuridad desapareció y todo era luz, vi el rostro encubierto de un doctor, me envolvía en sus manos.

—Es un niño —dijo él.

Quería hablar pero no podía, al intentarlo solo lloraba aterrado, y sentí mi diminuto cuerpo posar sobre los brazos de mi madre, tal cual la recordaba, cansada y fatigada recostada sobre una camilla. Me sentía tan pequeño como un bebé, y eso era, un recién nacido. Mi padre estaba junto a mi madre, llorando de felicidad, pero no se veían jóvenes como cuando nací, tenían la misma edad de la última vez que los vi. Detrás de mi padre, la parca descansaba sus manos sobre su guadaña, pensé que a alguien se llevaría.

—Tienes otra oportunidad, disfrútala —dijo mi amiga la parca.