—Mijo, las armas las carga el diablo —dijo el hombre.
Jamás olvidaré su voz densa y profunda. Parecía locutor de radio.
Entre ambos ladrones se observaron, y uno de ellos apurado atacó al hombre con un culatazo en la frente. Se escuchó el sonido seco del impacto contra el hueso, pero el hombre estaba allí, inmutable como una estatua. Como si el golpe fuese regresado a su agresor, el ladrón se desplomó.
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Mi novia me arrojó varias cosas, y llegó a provocarme un corte por un jarrón que rompió en mi hombro. Decidido a poner fin a ese calvario, tomé lo esencial para salir de aquella casa. A pesar de la pelea, ella no quería que me fuera. No me pidió que me quedara, me lo ordenó, como si yo fuese de su propiedad.
—Vete, pero vas a regresar de todas maneras —dijo ella con una seguridad tan grande, como si supiera que lo iba a hacer.
En efecto. Me fui a la casa a de mi hermano y debí de regresar a los dos días como si nada hubiese pasado. De esa manera, entramos en una rutina, en la que cada cierto tiempo era de discutir e irme de casa. La tercera vez que lo hice, fue que me percaté de algo que, si bien sucedió en las dos ocasiones anteriores, hasta que no fue más grave, no me di cuenta. Cada vez que me iba de casa me faltaba el aire. No hablo de una sensación de angustia o tristeza. Literalmente sufría de problemas respiratorios. Con cada nueva discusión, y cada vez que la dejaba...